Pedofilia sagrada – 1

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Pedofilia Sagrada

Escándalo y vergüenza, o cuando el nombre de Cristo es pisoteado.

Por: Dr. Álvaro Pandiani*

Hace ya casi dos años que nos acercamos a este tema tan escabroso de la pedofilia, esa parafilia (es decir, activación sexual ante estímulos considerados no normales) definida como “fantasías o comportamientos sexuales que involucran a niños, generalmente prepúberes, y que van desde mirar o tocar hasta la realización de prácticas sexuales. Las víctimas pueden ser de ambos sexos, pero con más frecuencia son niñas. En cuanto a la edad, suele depender de las preferencias del pedófilo” (Trastornos sexuales, Parafilias, Paidofilia; en Farreras Rozman, Medicina Interna; decimosexta edición, Elsevier, Barcelona, 2009; Pág. 1604). En aquella oportunidad comentamos, en dos columnas consecutivas que salieron bajo el título de Execrable, el artículo La delgada línea roja, publicado en iglesiaenmarcha.net, que surgió por la necesidad sentida de emitir opinión, desde nuestra óptica cristiana, sobre aquel aluvión, aquel verdadero brote epidémico de casos de abuso sexual infantil, que salió a la luz pública cuando promediaba el año 2008, y que impactó a la opinión pública por los hechos en sí, y por el desenlace fatal de algunos de los casos, con muerte de varias víctimas, y de uno de los culpables.

En aquel momento recogimos el término execrable, dicho por un periodista de televisión en alusión a uno de los pedófilos convictos, y lo utilizamos como uno de los principales ejes de nuestra meditación. Nos detuvimos en la consideración de los múltiples sinónimos de execrable (abominable, detestable, aborrecible, odioso, repugnante, depravado, atroz, horrible, malo, ominoso, lamentable, nefando, inconfesable, incalificable, intolerable), de los que se desprende su significado, y entre otras reflexiones dijimos que el abuso infantil era peor cuando el invasor es alguien de la propia familia, el padre o quién ocupa el lugar de tal; alguien que debería ser el depositario de toda la confianza del niño/a, el que provee a sus necesidades (materiales y emocionales) y le protege de los peligros externos de un mundo poco conocido, pero que se transforma en cambio en un usurpador de la intimidad de su cuerpo, que el niño/a conoce también poco, pero que ya se le ocurre complejo, y propio”. ¿Qué decir entonces, cuando el pedófilo es un ministro de Dios? ¿Qué pensar cuando el culpable de tan nefando crimen resulta ser un hombre que se supone consagrado al servicio de Cristo? ¿Cómo reaccionar si la persona que ha exhibido semejante conducta enferma y malsana es alguien de quién se esperaría que fuera ejemplo y modelo de los más elevados principios morales y normas éticas, en imitación de su Sublime Maestro? ¿Qué creer, cuando el responsable del abuso sexual perpetrado contra niños es un supuesto portador del mensaje de amor, perdón y salvación de Dios? ¿Cuando es una persona en quién adultos y niños han depositado su confianza? ¿Un hombre en cuyas manos los creyentes entregarían sus vidas, y a quién muchos defenderían con sus vidas? ¿Un guía y consejero, que está presente y forma parte íntima de la vida de muchas personas, en sus momentos de alegría y de tristeza?

¿Hacia donde mirar, dónde depositar la fe, cuando el autor de tan repudiable crimen es un sacerdote católico, o un pastor evangélico?

Si en oportunidad de tratar este tema cuando los pedófilos resultaron ser padres o familiares de las víctimas, nos hicimos muchas preguntas, la mayoría de las cuales quedaron como interrogantes que deben mover a reflexión, cuanto más deberemos reflexionar en este caso, cuando quienes han incurrido en aberrantes hechos de abuso sexual infantil fueron hombres supuestamente consagrados al más excelso de los servicios, al más sublime de los ministerios: el servicio a Cristo, manifestado en una vida de consagración y servicio a los demás; un servicio a Cristo y al prójimo que, siempre se supone, nace de vocación, llamamiento y amor.

Indudablemente el servicio cristiano debe estar impregnado e inspirado por el amor. Pero como hoy en día el “amor” reconoce muchas acepciones y significados, volvamos a definiciones bíblicas del amor; muchas pueden ilustrarnos al respecto, pero citaremos dos: en primer lugar, la que surge de las palabras de Jesús cuando dijo: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13); segundo, lo que afirma el apóstol Pablo, quién dijo: “El amor no hace mal al prójimo” (Romanos 13:10). El amor cristiano es sacrificio a favor de los demás; el amor cristiano es procurar el bien del otro, antes que el propio. Por lo tanto, la satisfacción de los propios apetitos, y de apetitos sexuales de los más bajos y retorcidos, mediante la invasión alevosa de la intimidad del cuerpo, la mente, las emociones y el alma de un niño, es totalmente indigna de un ministro de Dios. Es obvio que todos estaremos de acuerdo en eso.

Ahora bien, esta situación es una realidad que ha golpeado a distintas comunidades, y su extensión virtualmente epidémica se expresa en el siguiente párrafo: “El tema de los abusos sexuales por parte de sacerdotes reaparece en todo el mundo… El escándalo no es exclusivo de Brasil, sino que ha sacudido por etapas en las diócesis católicas de España, Francia, Italia, Alemania, Austria, Polonia, Gran Bretaña, Irlanda, Estados Unidos, México, Costa Rica, Puerto Rico, Colombia, Argentina, Chile…” (balascontrapiedras.entodaspartes.net/2010/04/04/3567). Como se desprende del pasaje citado, el problema ha afectado de forma aparentemente predominante a la Iglesia Católica Romana. Y luego de decir esto, debemos preguntarnos varias cosas. En primer lugar, si la “epidemia” de casos de abuso sexual infantil por sacerdotes católicos, que ha tomado estado público y escandalizado por lo menos al mundo occidental en esta primera década del siglo 21, es un fenómeno relativamente reciente; el sentido común y un mínimo conocimiento de la naturaleza humana, que incluya una noción de las profundidades que puede alcanzar la perversión del hombre, sugiere que no. Esto se confirma al leer en el artículo referido lo siguiente: “Jason Berry y Gerald Renner publicaron recientemente en español una nueva obra: Votos de silencio. El abuso de poder durante el papado de Juan Pablo II. En ese libro, Berry y Renner contabilizaron que durante el último medio siglo se presentaron casi once mil quejas por abuso sexual; los destinatarios fueron 4392 sacerdotes en Estados Unidos” (solo en Estados Unidos). Entonces, si la epidemia no es un brote reciente, sino que es en realidad una endemia, un mal crónicamente presente, ¿por qué no salió antes a la luz pública? ¿Cuál es la causa de la sorpresa que provoca el escándalo causado por hechos aparentemente inesperados, e incluso impensables? La respuesta es una: el ocultamiento. Leemos en el artículo citado: “Las mismas leyes canónicas que interpretan estas conductas como pecados secretos, prescriben procedimientos que tienen como finalidad evitar escándalos y amonestar al pecador, llevando políticas pastorales que se traducen en cambiar a los transgresores de parroquia, de diócesis, y hasta de país. Aún los documentos más recientes del papa tienden a conservar esta política de la reserva, del secreto y de la exclusividad del juicio reservada a la Congregación para la Doctrina de la Fe”; y también nos dice que: “El sacerdote español Aquilino Bocos, actual superior general de los Misioneros Hijos del Corazón de María (claretianos), en declaraciones al semanario católico Vida Nueva, reconoció que la Iglesia Católica ha sido remisa a la hora de condenar, aplicar medidas eficaces e impedir que se puedan repetir los abusos sexuales de los sacerdotes, y que siguió una política de silencio y ocultamiento de los hechos por el deseo de mantener limpio el prestigio de las instituciones, y llevada por su tradicional misericordia hacia los culpables”.

Entonces, por principios, por legislación religiosa, por conceptos tan espirituales como la misericordia, el cuidado pastoral de los culpables y la amonestación para conducirlos al arrepentimiento, junto a criterios tan mundanos como la preservación de la imagen y el prestigio institucional, y evitar el escándalo y la vergüenza (no enteramente objetables; tampoco inobjetables), se siguió una política que podríamos describir como “tapar todo hasta que fue humanamente posible”. Y llegó un momento en que fue humanamente imposible seguir ocultando la situación, lo que nos recuerda palabras de Jesús, una afirmación que no por parecer sencilla, deja de cumplirse una y otra vez: “Nada hay oculto que no haya de ser descubierto, ni escondido que no haya de ser conocido y de salir a la luz” (Lucas 8:17).

No deja de llamar la atención la conjunción recién mencionada de motivos espirituales, o con apariencia de tales, y motivos eminentemente mundanos, para el secretismo con que se procuró manejar estos casos, que al tomar estado público derivaron en escándalos, los que se intentó evitar. Como mencionamos, el intento por impedir le vergüenza pública no es enteramente objetable, bien que es censurable no haber enfrentado el problema con honestidad y transparencia, poniendo énfasis en primer lugar en la atención, la rehabilitación y el bienestar de las víctimas, sin dejar de lado la aplicación del correctivo adecuado a los culpables. Parece natural, casi instintivo, reaccionar ocultando, procurando esconder aquello que sabemos puede exponernos a la vergüenza ante los demás; pues la vergüenza hiere el orgullo y denigra, y además entorpece nuestra capacidad para desenvolvernos, para funcionar bien en lo que hacemos. La Iglesia es una Institución que dice representar a Dios ante la humanidad y ser portadora del mensaje de la Divinidad para todos los hombres y mujeres. Dentro de tal mensaje están incluidos la denuncia del pecado, el anuncio del amor de Dios en Cristo Jesús, y mostrar el ejemplo de una nueva vida; una nueva vida que incluye un decálogo moral, el cual exalta la pureza de la conducta y las intenciones, y un patrón de comportamiento sexual muy concreto. Para la Iglesia, por lo tanto, el escándalo público derivado de los casos de abuso sexual infantil es desastroso, pues mina las bases de su imagen y perturba profundamente su capacidad de desenvolverse, de funcionar bien como Institución portadora del mensaje de Dios para la humanidad.

Y esto no afecta solo a la Iglesia Católica Romana; afecta también a las Iglesias del Protestantismo, a nuestras Iglesias Evangélicas, las que asimismo se presentan ante la sociedad como portadoras del auténtico mensaje del evangelio de Cristo.

Por eso, todo esto debe movernos a la reflexión; a todos. Los católicos hace tiempo que vienen reflexionando; también debemos hacerlo los evangélicos. Con esa reflexión continuaremos en la próxima columna.

* Dr. Alvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario.

1 Comment

  1. oscar dice:

    esto ha ocurrido durante la vida del hombre en toda su existencia y en todos los campos, los reyes romanos en la antiguedad ejemplo Adriano, luego la sociedad comun y corriente, es mas en los conventos y en todos los que se enconventan sean religiosos o no, lo que pasa es que ahora la gente se atrevio a hablar y a manifestar todas sus inquietudes con mas libertad.

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