Navidad: una irónica utopía

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Los instrumentos de la guerra, y la Tregua de 1914.

Dr. Álvaro Pandiani.

Que la Navidad es una época especial y mágica, lo hemos dicho muchas veces, y todo el mundo lo dice de mil maneras diferentes. La época de Navidad se ha impuesto como un tiempo especial en la cultura del occidente (pos)cristiano, y aún en otros lugares del mundo donde la fe cristiana ha llegado a penetrar el corazón de comunidades y personas. Pero Navidad también es una época de controversias; el sentido original en el que tanto insistimos los cristianos, el nacimiento de Jesucristo, se pierde sumergido en un magma de costumbres navideñas de origen diverso, dudosamente cristianizadas; el espíritu navideño, tradicionalmente asociado a sentimientos de paz, generosidad y buenos deseos de amor y felicidad, se vuelve cada vez más un estado general de ánimo caracterizado por la irritabilidad, el estrés, la depresión, la melancolía y los suicidios, las reacciones violentas, el fastidio por las fiestas, un irracional hedonismo en lo que a comida y bebida se refiere, y el consumismo más chiflado y maniático que pueda concebirse.

Navidad es un tiempo de paz; o debería serlo, si recordamos el canto de los ángeles que aparecieron a los pastores la primera nochebuena, que muy probablemente no fue la madrugada del 24 al 25 de diciembre, pero que ciertamente fue la primera Navidad; según el capítulo 2 del evangelio de Lucas, las huestes celestiales cantaron: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres” (v. 14). Hoy en día, y cada día más, la voluntad de Dios expresada en esas magníficas palabras de los ángeles: en la tierra paz, parece una irónica utopía. Navidad debería ser tiempo de paz, pero no lo es. Y aunque esa divina voluntad debe seguir siendo el objetivo de nuestras más caras y elevadas aspiraciones, tanto en lo personal, como en nuestras relaciones familiares, y también entre los pueblos, la Navidad, de diversas formas, persiste como un tiempo de polémica y enfrentamiento.

Hace aproximadamente un año, cuando este artículo se publicaba originalmente en Iglesia en Marcha, la anhelada y hasta ahora no alcanzada paz entre los pueblos recibió un irónico y cruel golpe, al otorgarse el Premio Nobel de la Paz a alguien que, a poco de anunciado semejante galardón, firmó la orden de enviar treinta mil soldados a Afganistán, para incrementar el esfuerzo bélico de los Estados Unidos de América en ese lugar, y luego, en la ceremonia de entrega del mentado premio celebrada en Oslo, capital de Noruega (país en el que se decidió y entregó el galardón), justificó su decisión llegando a decir: “los instrumentos de la guerra tienen un papel que desempeñar para mantener la paz”. Pero el problema no es Barack Obama, quién en última instancia actuó de acuerdo a su investidura como presidente de Estados Unidos y comandante en jefe de las fuerzas armadas más poderosas del mundo. El verdadero problema está en aquellos que le otorgaron el Premio, e incluso en quienes justificaron la decisión de entregárselo a Obama, como Jens Stoltenberg, primer ministro noruego, quién afirmó: “No puedo pensar en nadie más que haya hecho tanto por la paz durante el año pasado” (misma fuente). Y eso, pese a que treinta mil jóvenes norteamericanos recibieron la Navidad pasada en una tierra para ellos lejana, extraña, hostil y desgarrada por la guerra. Quizás podríamos agregar este año algo un poco más positivo, como fue la retirada de Estados Unidos de Irak, si bien se trató de una retirada no definitiva. Sin embargo, ni siquiera esa iniciativa ha asegurado la paz al pueblo iraquí, desgarrado por enfrentamientos étnicos y religiosos para los que no se avizora solución. Varios años después de derrocar a Saddam Hussein, y sin encontrar las armas de destrucción masiva que supuestamente éste tenía, las fuerzas armadas estadounidenses se fueron de Irak, desgastadas y sin haber logrado pacificar el país.

Es inevitable que ironías como éstas nos hagan pensar en una persona que pronunció palabras muy significativas sobre la paz, y no es casualidad que quién dijo tales palabras sea aquel cuyo nacimiento celebramos en Navidad: Jesús de Nazaret; él dijo: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo” (Juan 14:27). Y para ilustrar esa magnífica característica: la paz que trae Jesús al alma que en Él confía, una paz muy diferente a la que el mundo puede ofrecer, la propuesta es recordar un suceso conmovedor acontecido noventa y seis años atrás, descrito como un “Milagro de Navidad”, y catalogado como “uno de los hechos más insólitos de la historia de la humanidad”: la Tregua de Navidad de diciembre de 1914 entre las tropas alemanas y británicas, estacionadas en las trincheras del frente occidental durante la Primera Guerra Mundial.

Cuenta la historia que en diciembre de 1914 informes de inteligencia británica habían advertido a las tropas inglesas de la zona de Ypres, en la provincia belga de Flandes Occidental, que habría una ofensiva alemana entre Navidad y Año Nuevo. Esa Nochebuena, un vigía inglés advirtió la presencia de luces en las trincheras alemanas, por lo que alertó a los soldados, pensando que se avecinaba el ataque. Pero al no ocurrir nada, escudriñando con binoculares hacia el otro lado de la “tierra de nadie”, el territorio entre los dos frentes, los ingleses comprobaron que las luces eran árboles de navidad con que los alemanes habían decorado sus trincheras. Rato después escucharon, provenientes del otro lado, voces que cantaban en alemán “Noche de Paz”. Los ingleses respondieron cantando villancicos en su idioma. Más tarde, empezaron a intercambiarse saludos navideños entre los dos frentes, hasta que los alemanes se animaron a mostrarse, saliendo de las trincheras manos al bolsillo. Algunos soldados británicos hicieron lo mismo, y poco a poco alemanes e ingleses se acercaron para saludarse; conversaron, se mostraron mutuamente fotos de sus familias, intercambiaron regalos, e incluso enterraron juntos a sus caídos, en una ceremonia conducida por el capellán de uno de los ejércitos. En el artículo Tregua de Navidad puede leerse: “La tregua también permitió que los caídos recientes fueran recuperados desde detrás de las líneas y enterrados. Se condujeron ceremonias de enterramiento con soldados de ambos lados del conflicto llorando las pérdidas juntos y ofreciéndose su respeto. En un entierro en la Tierra de nadie, soldados británicos y alemanes se reunieron para leer un fragmento del Salmo 23” . Incluso se cuenta que hasta hubo un partido de fútbol entre ambos bandos, ganado por los alemanes 3 a 2. La tregua se extendió a otras zonas, y tuvo una duración variable; en algunos lugares solo duró el día de Navidad, mientras en otras áreas del frente se extendió hasta el Año Nuevo. En un artículo que lleva el muy sugestivo título La Tregua de Navidad, o cuando los soldados pararon una guerra para celebrar la Navidad, puede leerse lo siguiente. “Arthur Conan Doyle se refirió a estos encuentros como “un espectáculo asombroso, un episodio humano en mitad de las atrocidades”. Por eso es quizás la mejor historia de Navidad de todos los tiempos modernos. En un tiempo en que los soldados no ven la cara del enemigo, donde la carga de caballería ha sido sustituida por el misil Tomahawk, el hecho de que unos centenares de hombres se estrechasen las manos en un pequeño sector del frente occidental en 1914 aun despierta curiosidad y asombro”. Es muy llamativo lo que dice el autor de este artículo respecto a que éste es un tiempo en que los soldados no ven la cara del enemigo; de hecho, la Tregua de Navidad es un suceso aún destacado porque cuando los hombres tuvieron cerca a sus enemigos, vieron que se trataba de seres humanos como ellos, y ese reconocimiento del enemigo como un semejante hizo más difícil atacarlo y matarlo. Otro hecho destacado es que se trató de una tregua de soldados rasos, un armisticio informal, es decir, no pactado por los respectivos comandantes de los ejércitos o sus estados mayores, ni por los líderes de los países en conflicto. En efecto, cuando los hechos llegaron a conocimiento de los mandos superiores de ambos bandos, se tomaron medidas para evitar que volviera a repetirse, tales como ordenar bombardeos de artillería específicamente para la fecha de Navidad, y cambiar de lugar a los soldados para evitar un excesivo acercamiento con el enemigo que llevara a familiarizarse con el mismo; hasta se cuenta de un capitán británico que fue condenado a muerte bajo el cargo de alta traición, por “confraternizar con el enemigo”, y salvó la vida porque el mismísimo rey de Inglaterra intervino para que fuera perdonado. Los hechos de la Tregua de Navidad fueron llevados al cine en la película Joyeux Noël (Feliz Navidad), producción francesa de 2005, año en que falleció – a los 109 años de edad – el escocés Alfred Anderson,  último sobreviviente de aquel hecho singular.

Al conocer historias como ésta, en la que se destaca que los mismos soldados rasos que estaban hundidos en las trincheras, disparando contra quién tenían enfrente, al llegar Navidad espontáneamente decidieron tener unas horas de paz, que compartieron con el enemigo, también soldado raso, y que los mandos superiores, aquellos que casi nunca o nunca se acercaban a la línea del frente y al peligro, condenaron esa actitud y tomaron los recaudos para que la guerra continuara, uno se pregunta si los verdaderos instrumentos de la guerra de los que habló Obama en Oslo el año pasado no son las armas, las municiones, las bombas o los misiles, sino los propios soldados; los hombres – y hoy en día, las mujeres – que van al frente a pelear y morir por un discurso que les fue recitado antes de salir de su país, o a menudo sin entender por qué.

Lo más destacable de todo es aquello que podemos reconocer como lo que inspiró la Tregua de Navidad: justamente, la Navidad, y lo que ésta representa; no borracheras, excesos gastronómicos, fuegos artificiales, regalos y consumismo, sino la evocación del nacimiento de Jesucristo. Una evocación claramente presente en el villancico por excelencia, la canción que entonaron los soldados alemanes aquella tenebrosa noche de diciembre de 1914: Noche de paz, noche de amor. Todo duerme en derredor. Entre los astros que esparcen su luz, bella anunciando al niñito Jesús, brilla la estrella de paz. En ese armisticio informal, esa tregua de soldados rasos, inspirada por la remembranza del nacimiento del Príncipe de Paz, podemos reconocer como en pocas otras ocasiones, que verdaderamente Jesús nos ofrece una paz diferente a aquella que el mundo da.

Tal vez Obama tenga razón en algo dicho en su discurso de Oslo en 2009: los instrumentos de la guerra fueron necesarios para detener a los ejércitos de Hitler, así como ahora, según él, son necesarios para combatir contra Al Qaeda; y, podríamos agregar, a los talibanes, contra quienes en esos días había enviado treinta mil tropas más. En verdad, es poco probable que los soldados norteamericanos en Afganistán hayan pasado el 25 de diciembre sentados frente a una fogata, compartiendo alimentos y bebidas y mostrando fotos de sus familias a sus enemigos talibanes, pues ni a estos ni a los hombres de Al Qaeda, de fe islámica, les conmueve ni les sensibiliza el nacimiento de Jesús. Pero eso solo refuerza más nuestra conclusión: mientras el mundo está incapacitado para alcanzar una paz verdadera, Jesús la ofrece a todos aquellos que ponen en Él su fe y su confianza.

Llegó Navidad. Pero la paz no llega a nuestra familia, a nuestro hogar o a nuestro corazón de una forma mágica, por inercia debido a las fiestas, o por el simple efecto de armar un árbol navideño, descorchar una sidra, o enviar y recibir regalos y postales con buenos deseos. Nada de eso tiene efecto contra la depresión, el fastidio de la vida, la violencia o la disolución que conduce a orgías y borracheras. La paz es un producto artesanal que se construye a través de una relación muy personal e íntima con el Gran Arquitecto de la Paz: Jesucristo. En estas fiestas navideñas recordemos que una fría, inhóspita y tétrica nochebuena de hace casi un siglo las balas dejaron de zumbar y los cañones callaron; y que los actores de una de las peores guerras del siglo 20 cantaron juntos a la esperanza que trajo a la humanidad el nacimiento del Hijo de Dios.

Tal vez eso nos traiga la paz que no hallamos de ninguna otra manera, porque: “Él es nuestra paz” (Efesios 2:14).

(Publicado originalmente en iglesiaenmarcha.net, en diciembre de 2009).

* Dr. Alvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario.

1 Comment

  1. MARIA dice:

    ¡¡¡SI SI VERDARERAMENTE jesus es nuestra paz pero no como la que el mudo da sino OAZ DEL ALMA ESA PAZ QUE MUY POCAS PERSONAS CONOCEMOS¡¡¡¡¡PAZ QUE NO SE PUEDE EXPLICAR CON PALABRAS X QUE ES DE ADENTRO DEL ALMA¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡

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