La propuesta hoy es explorar ese mundo misterioso que funge como fuente de lo sobrenatural, mágico, místico e inexplicado. Un reino oculto habitado por seres desconocidos, que comparten nuestro espacio físico en el universo y en la Tierra, pero que no comparten nuestras limitaciones ni nuestra cultura, anhelos o aspiraciones; seres diferentes a nosotros, incomprensibles, alejados de nuestra realidad, que ni siquiera son humanos. Entidades sin historia pero llenas de recuerdos; sin futuro pero con intereses tan extraños que nos resultarían casi irracionales; amen de insospechadamente malvados. Razas que no procrean, porque no poseen un organismo biológico, pero existen como espíritus incorpóreos, como inteligencias independientes que sirven a un mismo propósito con fecunda creatividad. Entes creados en algún momento de las oscuras brumas del pasado; y que en otro momento, también previo a la alborada de la creación que conocemos, tomaron la fatídica decisión de alejarse para siempre de Aquel que los trajo a la existencia. Entes que tampoco mueren, ni se transforman ni pasan por ninguna experiencia parecida, sino que saben con certeza que la eternidad sin tiempo se abre ante ellos; y también saben con certeza qué destino les depara esa eternidad.
Si no fuera por ciertos detalles (intereses malvados, decisión de apartarse del Creador), esta descripción sería aplicable a todos los seres espirituales creados por Dios, mencionados en la Biblia. La Palabra de Dios afirma su existencia en forma indirecta, por la simple mención de tales seres, ángeles y demonios, en relación e interactuando con los seres humanos. Pero los ángeles, personajes poderosos y santos, tienen poco lugar en la consideración del cristiano protestante de hoy en día. La prohibición absoluta de adorar a los ángeles, reiterada en dos oportunidades (“¡No lo hagas!”; Apocalipsis 19:10, 22:8,9), y el caso omiso que ha hecho la Iglesia Católica de este mandato bíblico, exaltando y fomentando en sus fieles la veneración de arcángeles (Miguel; Gabriel, a quien ascienden de rango; el apócrifo Rafael), aleja bastante el tema de la mente, la conversación y la realidad espiritual que percibe o cree percibir el creyente evangélico. Pero la temática de los ángeles que cayeron al abismo, Lucifer y sus seguidores, es una de las más apetecidas.
Entre las razones de este fenómeno podemos citar, primero, la humana fascinación por lo sobrenatural. Esto lleva, en segundo lugar, a una emocionante sensación de trascendencia, e incluso tal vez de poder, al entablar contacto con lo sobrenatural, y más aun al dominarlo. En este sentido, la actitud omnipotente del mago o hechicero que pretende tener bajo su control fuerzas paranormales que escapan a la humana comprensión, emerge con disfraz piadoso en el exorcista aficionado que, en forma imprudente, procura traer bajo su dominio y disponer a voluntad de entes sobrenaturales, espíritus no humanos y poderosos, confiado pues, dado el origen demoníaco de tales entidades, estas deben someterse ante la suprema autoridad de Dios. Hay un ejemplo bíblico del uso irresponsable del nombre de Jesús; esto hicieron los hijos del sacerdote judío Esceva, según está referido en el libro de los Hechos de los Apóstoles: “… algunos de los judíos, exorcistas ambulantes, intentaron invocar el nombre del Señor Jesús sobre los que tenían espíritus malos, diciendo: ‘Los conjuro por Jesús, el que predica Pablo’. Había siete hijos de un tal Esceva, judío, jefe de los sacerdotes, que hacían esto. Pero respondiendo el espíritu malo, dijo: ‘A Jesús conozco, y sé quien es Pablo; pero ustedes, ¿quienes son?’ Y el hombre en quien estaba el espíritu malo, saltando sobre ellos y dominándolos, pudo mas que ellos, de tal manera que huyeron de aquella casa desnudos y heridos.” (Hechos 19:13-16); este incidente demuestra en primer lugar el craso error de tomar el nombre de Jesucristo como formula mágica o amuleto verbal para penetrar en esa peligrosa región paralela en la que medran las entidades espirituales malignas; y en segundo lugar y relacionado con lo precedente, si es necesario contactar con dicha región de nuestra realidad, no hacerlo revestido exteriormente con formulas, claves o disfraces mágicos o piadosos, sino revestido interiormente del Espíritu de Dios. El reconocimiento que hace del apóstol Pablo este demonio al que se enfrentaban los siete “exorcistas ambulantes” (“sé quien es Pablo”) es una manera de decir: “sé que Pablo es un auténtico hijo de Dios, un redimido por la sangre de Jesucristo, un hombre santo, un varón lleno del Espíritu Santo”. En otras palabras, ni un aficionado, ni un curioso, ni un aventurero que se arriesga en lo desconocido. Contrasta con esto una anécdota surgida en una campaña de evangelismo, realizada en Montevideo en 1986; durante esta campaña funcionó un sector especial al que eran trasladadas las personas que por haber tenido contactos previos con magia, espiritismo, religiones afrobrasileñas y cosas por el estilo, sufrían cuadros similares a las manifestaciones de posesión demoníaca registradas en el Nuevo Testamento. Allí un joven entusiasta, inexperiente, irresponsable e ignorante, decía a los demonios que los torturaría haciéndoles comer azufre del infierno. Estas cosas son dignas de manicomio para los no creyentes; pero en el contexto de la Iglesia, son manifestación de un infantilismo espiritual y doctrinal que debe ser corregido.
En tercer lugar debemos considerar la ubicuidad asombrosa de las manifestaciones humanas de influencia demónica, bajo las formas de religiones paganas que cubren un amplio espectro; desde supersticiones animistas hasta sistemas doctrinales y litúrgicos elaborados. La magia en general, la hechicería, el espiritismo, la astrología y otras formas de adivinación; el ocultismo, el satanismo, y varios etcéteras. Probablemente sea pertinente añadir a esta lista la cultura de los OVNI, y las religiones que se han formado en torno a la supuesta existencia de razas extraterrestres, y los mensajes entregados a los “contactados” para ser comunicados a los “iniciados”. Esta superpoblación del mundo espiritual, su fácil acceso, y el atractivo que resulta de sus sensuales ofertas y nulas demandas en cuanto a moral, hace que a quienes han abrazado la fe cristiana, haciendo suya la causa de Cristo, les parezca por momentos que fuera de las puertas de la Iglesia, el mundo entero es un aquelarre demoníaco que procura aplastarlos.
Esta actitud de estar en una “trinchera”, o en una “ciudad sitiada”, asumida por algunos creyentes frente al mundo poblado por espíritus de insondable maldad, desemboca en aquellos menos entrenados en el discernimiento de las grandes verdades bíblicas, y también mas impresionables (y por ende, mas proclives a las fantasías), en un estado de expectante alarma, en casi una paranoia, que emerge ante cada situación planteada por personas y circunstancias ajenas al “círculo de confianza” formado por la iglesia y sus miembros. Detrás de cada árbol hay un demonio agazapado; en cualquier extraño con el que se toma contacto puede esconderse un espíritu maligno; cualquier símbolo, libro, canción o programa de un medio masivo de comunicación que no hable estrictamente del evangelio (y en lenguaje bíblico) puede tener un contenido esotérico y responder por tanto a un origen demoníaco. Al decir de un predicador centroamericano, estas personas ven cabezas de dragones por todos lados.
Aclaremos nuestra posición al respecto: aunque esta charla intenta ser solo un respetuoso comentario sobre las reacciones que tienen y las posiciones que toman los cristianos evangélicos acerca de este tema, podemos dedicar un tiempo a revisar los fundamentos de las doctrinas sobre estos seres. Como dijimos antes, la Biblia afirma su existencia en forma indirecta, al mencionarlos en relación a sucesos que tienen que ver con seres humanos, en forma individual o colectiva (incluso, nacional). El Antiguo Testamento contiene en embrión la enseñanza acerca de la existencia y la actividad de los demonios (como tantas otras doctrinas); básicamente, los demonios son los entes espirituales que conciben, propagan y fomentan las religiones idolátricas paganas, con sus rituales moralmente degenerados y sus sangrientos sacrificios humanos (“nunca más sacrificarán sus sacrificios a los demonios, tras los cuales se han prostituido”; Levítico 17:7. “Sacrificaron a los demonios, y no a Dios; a dioses que no habían conocido”; Deuteronomio 32:17. “Y él designó sus propios sacerdotes para los lugares altos, para los demonios y para los becerros que había hecho”; 2 Crónicas 11:15. “Sacrificaron sus hijos y sus hijas a los demonios”; Salmo 106:37). El Antiguo Testamento también presenta a estos seres como espíritus gobernadores de los sistemas políticos mundiales. En el libro de Daniel hay un pasaje muy interesante; en el capítulo 10, versículos 5, 6, 12, 13, 20, 21, el profeta Daniel ve en una visión al ángel Gabriel, quién hace referencia al arcángel Miguel, y a dos príncipes imperiales (de Persia y de Grecia) cuya naturaleza demoníaca se discierne por su oposición violenta al mensajero sobrenatural de Dios. Esta noción de espíritus malignos como gobernadores de naciones contrasta con la Teocracia de Israel, o el gobierno de Dios sobre esa nación, verdadera isla de monoteísmo entre la universal degradación del politeísmo pagano del mundo antiguo.
El Nuevo Testamento avala explícitamente esta posición de considerar las religiones paganas, sobre todo las idolátricas en las que se rinde veneración a estatuas, imágenes, pinturas, etc., como culto a los demonios (“¿… el ídolo es algo, o… es algo lo que se sacrifica a los ídolos? Antes digo que aquello que las gentes sacrifican, a los demonios lo sacrifican, y no a Dios”; 1 Corintios 10:19b, 20a). En el Nuevo Testamento se revela definitivamente el reino sobrenatural; dice en la epístola del apóstol San Judas: “a los ángeles que no guardaron su dignidad, sino que abandonaron su propio hogar, los ha guardado bajo oscuridad, en prisiones eternas, para el juicio del gran día” (Judas 6); de ahí la referencia a ángeles caídos, de los cuales el primero y principal es el propio Satanás ([dijo Jesús] “yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo”; Lucas 10:18). Por razón de su preeminencia, Satanás recibe el título de “príncipe de los demonios” (Mateo 12:24). En este mismo pasaje bíblico, el “príncipe de los demonios” es llamado Beelzebú, nombre que tiene una connotación popular y casi cinematográfica, pero también un significado religioso y espiritual. Sobre esto continuaremos hablando, así como sobre otros aspectos de este tema, en la próxima entrega de este ciclo.
* Dr. Alvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario. El material de este artículo fue adaptado por Pandiani del Habitantes del mundo invisible, Parte 2, Capítulo 4 del libro Sentires, Editorial ACUPS, Montevideo, Setiembre de 2000.