Amores perversos – 3

“A través de la Biblia”
23 julio 2014
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gty_marriage_divorce_ll_110819_wgDivorcio y nuevo matrimonio (continuación).

Por: Dr. Álvaro Pandiani.*

En la entrega anterior hicimos alusión dos veces a “situaciones puntuales muy excepcionales”. Dichas situaciones, hoy por hoy, son cada vez menos excepcionales, lamentablemente. Los casos de violencia doméstica, en algunos casos de violencia extrema, son cada vez más numerosos, o se denuncian cada vez más; tal vez las dos cosas. Algunas personas, por abrumadora mayoría mujeres, se ven atrapadas en relaciones de pareja que se transforman en verdaderos infiernos, donde los sueños de felicidad se desvanecen ante una realidad de maltrato, humillación y carencias. Llámese mala suerte, mala elección, inicio de una relación en base a una pasión ciega a señales que reclamaban prudencia, tales relaciones no parecen tener otra salida que la separación, en el mejor de los casos (en el peor no hay salida, sólo la muerte de la víctima, el victimario, o ambos). ¿Qué podemos decir en estos casos? ¿Aconsejar a la mujer que se aguante, invitarla a soportar los golpes, a “poner la otra mejilla” como buena cristiana? ¡Por favor! ¿Puede Dios, según nuestra concepción cristiana, operar un milagro que transforme al cónyuge que maltrata? Claro que puede, igual que en el adúltero o el incrédulo que decide irse. Pero debemos recordar que el ser humano tiene libre albedrío, el cual Dios respeta mucho, y que un cambio radical y auténtico depende también de una decisión del individuo. Y cada cónyuge deberá decidir cuánto espera por la milagrosa decisión del otro.

Cabe preguntarse hasta qué punto las situaciones de violencia doméstica no pueden encuadrarse en lo expresado en el capítulo 7 de 1 Corintios. Destaca en este sentido la expresión final de Pablo al decir: “a vivir en paz nos llamó Dios”. En cualquier caso este capítulo se refiere, entre otras cosas, a la situación de tensión y ruptura de la pareja que afecta a un cristiano cuyo cónyuge es inconverso (o cuyo cónyuge, aunque haya hecho profesión de fe, se comporta como inconverso). Pero tanto las situaciones de infidelidad como las de violencia y maltrato pueden afectar a cualquiera. Entonces, ¿qué ocurre cuando una persona ya divorciada llega a la fe en Cristo? Un intérprete legalista de la letra de las Escrituras hurgaría en el pasado de la persona, para ver si su divorcio estuvo encuadrado en las causales bíblicamente legítimas; y si no es así torcería la cara con desagrado, haciéndosele tal vez difícil aceptar al nuevo hermano en la fe. Ahora, ¿es justo estigmatizar a un divorciado en una comunidad que, a contramano de la sociedad actual, sigue defendiendo la familia, y ve con malos ojos el divorcio, cuando el divorciado ya lo era antes de llegar a dicha comunidad? ¿Está bien señalarlo como pecador, pues está casado en segundas nupcias, si su divorcio previo no se encuadra en los muy pocos y muy definidos motivos válidos, a los cristianos ojos? Para reflexionar sobre esto será útil razonar por el absurdo. ¿Lo correcto sería aconsejar al divorciado divorciarse de su segundo cónyuge, ir en busca del primero, e intentar convencer al mismo de volver a casarse, para lo cual la otra persona quizás debería también divorciarse de su pareja actual, de modo de reconstituir el matrimonio original? Aunque todo esto suene no sólo absurdo, sino también disparatado, el ejemplo vale porque pasó aquí mismo en Uruguay, hace ya unos cuantos años, cuando los líderes de una iglesia neopentecostal llegada desde Brasil persuadieron a un grupo de seguidoras, divorciadas y casadas en segundas nupcias, de que debían abandonar a sus esposos e ir en busca de sus anteriores maridos, para restablecer el primer matrimonio. Las pobres mujeres, sin ningún sentido común, convencidas de lo ordenado por sus líderes, procuraron hacer lo dicho, y se armó tal escándalo que incluso debieron intervenir las autoridades, mientras el pastorado evangélico uruguayo emitía de apuro un comunicado, deslindando toda responsabilidad y vínculo con esa iglesia brasileña.

Nos preguntamos: ¿no vale en este caso una enseñanza capital del Nuevo Testamento, la que habla del nuevo nacimiento, de una nueva vida, y que dice: “si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17)? Si en Cristo somos “una nueva creación” (Gálatas 6:15), ¿qué sentido tiene escarbar en el pasado de una persona, y pretender corregir lo que Cristo ya perdonó? Y en cuanto a rehacer la vida sentimental con otra persona, ¿hacemos bien en ser tan restrictivos? Si no se trata de alguien que llega a Cristo ya con un segundo casamiento, sino de un creyente que conoce la Palabra de Dios y las enseñanzas de Jesús sobre matrimonio y divorcio, y aún así va por un segundo matrimonio tras el divorcio, ¿lo incriminaremos de adulterio, considerándolo convicto de pecado según las creencias cristianas? No, si fue traicionado por un cónyuge adúltero. No, si fue abandonado por un cónyuge inconverso. No, si recibió malos tratos, y fue víctima de violencia doméstica por parte de un cónyuge impío. Tal vez estos últimos sean quienes más disturbios psicológicos sufran, y quienes más se lo piensen antes de iniciar una nueva relación. Pero si al fin prevalece la naturaleza humana, con sus necesidades emocionales, psicológicos y sexuales, ¿nos vamos a erigir en jueces, olvidando que el mismo Dios dijo “No es bueno que el hombre esté solo” (Génesis 2:18) – y cuando dice hombre, bien podemos interpretar varón y mujer – y también olvidando que las Escrituras dicen: “la misericordia triunfa sobre el juicio” (Santiago 2:13)?

Resta aún comentar acerca de los divorciados que ya están en el pastorado, o que aspiran a ingresar al ministerio pastoral. Este asunto sí que es complicado, mucho más que todo lo anterior. Y otra vez, aunque la sociedad en general mire con indiferente sorpresa las discusiones que esto provoca entre los creyentes, para las comunidades evangélicas es muy importante, pues el testimonio personal de vida de los líderes espirituales tiene gran incidencia en la credibilidad de la Iglesia. Como también dijimos cuando hablamos de iglesia y renovación, las dificultades matrimoniales y familiares son privativas del “clero” evangélico; el clero católico, obligado al celibato, nunca las va a enfrentar (salvo que violaran la imposición eclesiástica mencionada). Si es difícil definir qué actitud adoptar ante el divorcio, cuando afectó o afecta al creyente, cuanto más si éste se cierne, como nube que oculta el sol de un buen testimonio de vida, sobre un ministro o aspirante a ministro religioso evangélico. Además, en este caso se trata de líderes espirituales y ministros de la palabra, por lo que cualquier posición puede ser y será resistida por quienes no la comparten, con argumentos más o menos contundentes basados en lo que dice la Biblia, cuando no con “revelaciones”, supuestamente proféticas, que procurarán demoler la posición contraria.

Quién considera que un divorciado no puede ser ministro evangélico, rebatirá cualquier argumento o enseñanza que apoye la ordenación de tal persona divorciada; al rebatir tales argumentos, defenderá lo que sus creencias le indican es la sana doctrina. Quién ocupa cargos de pastorado o liderazgo espiritual teniendo un divorcio en su haber, va a desarrollar argumentos y perspectivas que justifiquen su propia posición, con lo que además de también defender sus creencias, va a defender sus intereses personales (máxime cuando el cargo pastoral le reporta prestigio, influencia, incluso sostén económico). Y eso va a ser una pata renga en su posición, sin duda que incómoda y conflictiva. ¿Cómo aconsejará y luchará a favor de la familia un ministro de Dios que guarda en el baúl un fracaso matrimonial? Algunos argumentarán que lo podrá hacer desde su propia experiencia, surgida de un matrimonio malogrado. Podría ser; pero indudablemente la experiencia de una pareja de pastores que han logrado mantener unido y feliz su matrimonio por treinta, cuarenta, cincuenta años o más, se antoja superior.

El apóstol Pablo dice en 1 Timoteo 3:2,12 que los obispos y diáconos deben ser “marido de una sola mujer”; este mandato tiene su pasaje paralelo en Tito 1:6, donde se habla de los ancianos con las mismas palabras: “el anciano debe ser irreprochable, marido de una sola mujer”. Estos requisitos de ancianos – u obispos – y diáconos, generalmente se hacen extensivos a todos los ministros; incluyendo, especialmente, a los pastores. Estos pasajes se han utilizado, en primer lugar, como argumento contra el celibato obligatorio impuesto por la Iglesia Católica Romana a sus ministros; también puede interpretarse como un mandato explícito contra la poligamia, como si Pablo dijera: “hermanos, no más de una mujer al mismo tiempo”, e incluso a favor de la fidelidad y contra el adulterio. Pero estos pasajes, ¿pueden considerarse además un argumento contra el divorcio? Es decir, como si Pablo dijera a los ministros: “hermanos, no más de una mujer sucesivamente” (primera esposa, segunda esposa…). Queda planteado.

También deberíamos recordar las palabras del apóstol en 1 Corintios 7 (volvemos a ese capítulo) recomendando insistentemente el celibato voluntario – es decir, quedarse soltero, o sólo, por libre decisión –: “digo, pues, a los solteros y a las viudas, que bueno les sería quedarse como yo” (v. 8; recordemos que el apóstol Pablo fue un hombre célibe por propia elección); también dice: “el soltero se preocupa por las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor; pero el casado se preocupa por las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer” (v. 32,33); y es muy sugestivo el v. 27: “¿Estás ligado a mujer? No trates de soltarte. ¿Estás libre de mujer? No trates de casarte”.

Un pastor o ministro cuyo matrimonio se malogra y termina sufriendo un divorcio, debería considerar seriamente esta postura (además, lo que más rechina a los enemigos del divorcio es el segundo matrimonio). Por supuesto, esto deberá contrapesarse con una afirmación original de Dios, que ya citamos dos veces: “No es bueno que el hombre esté solo” (Génesis 2:18). Parece, entonces, que para un pastor evangélico cuyo matrimonio naufragó, el camino menos conflictivo es elegir entre: permanecer solo para continuar su ministerio espiritual, o renunciar al mismo si sus necesidades emocionales, psicológicas y sexuales le imponen formar una nueva pareja.

Terrible y cruel disyuntiva, cuyas alternativas – si las hay – quedan abiertas a debate.

* Dr. Alvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario. (Adaptado del artículo homónimo publicado en iglesiaenmarcha.net, en agosto de 2013)

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Amores perversos – 1

Amores perversos – 2

 

 

5 Comments

  1. Rodrigo dice:

    Buenas noches, soy separado hace 6 años y me estoy divorciando. Oré pero no se pudo recomponer mi matrimonio, la causa fue traicion de la otra parte. Para el Dr Pandiani es la pregunta: ¿Puedo volver a casarme, de acuerdo a la Biblia?

    Nota del moderador: Este mensaje llegó via correo, pero para beneficiar a todos los lectores del artículo y que participan de la discusión lo publicamos, quitando todas las referencias personales y utilizando un seudónimo en lugar del nombre real de su autor.

  2. Que bien me hizo leer lo expuesto por el dr.Albaro Pandiani,este análisis que sin alejarse de lo expuesto en las escrituras contempla de una forma tan humana y lejana del legalismo que tanto daño nos hacen!!!! Creo sinceramente que cuanddo lamentablemente el matrimonio fracasa a pesar de todo esfuerzo,nada mejor que en vez del juicio ejerzamos misericordia y comprensión hacia la persona afectada,hablo desde la experiencia,sé lo que duele la condena,el prejuicio y la discriminacion dentro de una comunidad “cristiana”luego de una separacíon…como si fuera poco el dolor…comportándonos de esa forma en vez de restaurar ejecutamos!!!

  3. Carlos dice:

    Dudé mucho si era pertinente de mi parte emitir una opinión al respecto ya que no soy pastor, no aspiro serlo y tampoco soy divorciado, pero aún así puedo percibir que dentro de la comunidad existen muchos intereses, mezquindades y fuertes egos, los cuales frente a un planteo de esta envergadura no dudo que van a generar fuertes luchas dialécticas con argumentos contundentes desde todas las posiciones. Cada una de las partes en al afán de justificar su posición (a los uruguayos nos gusta decir: cuidar la chacrita) citará al Génesis, al Apóstol Pablo, al maestro Jesús, etc., etc., y así continuarán bombardeándose indefinidamente en una interminable sucesión de citas y lo más seguro es que no arriben a una conclusión satisfactoria para la mayoría de la comunidad evangélica.

    Soy de los que creen que “a vivir en paz nos llamó Dios”, como se observa es una expresión muy corta en su cantidad de palabras, pero es en extremo contundente y liberadora.

    ¿Quién nos creemos que somos…?
    Así se titulaba un famoso “LP” de la banda británica Deep Purple que seguramente el Dr. Pandiani recuerda. Toda la vida me pareció un título genial que habla por si mismo y que ahora me viene a la mente para aplicar en esta ocasión:

    ¿Quién nos creemos que somos los hombres para negar la paz a otros hombres?

    ¿Quién nos creemos que somos los hombres para estigmatizar otros hombres por sus errores o sus desventuras?

    ¿Quién nos creemos que somos los hombres para ignorar la maravillosa ingeniería divina en la cual estamos insertos?

    Citando el artículo del Dr. Pandiani no puedo dejar de apoyar enfáticamente el pasaje que dice:
    ¿no vale en este caso una enseñanza capital del Nuevo Testamento, la que habla del nuevo nacimiento, de una nueva vida, y que dice: “si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17)? Si en Cristo somos “una nueva creación” (Gálatas 6:15), ¿qué sentido tiene escarbar en el pasado de una persona, y pretender corregir lo que Cristo ya perdonó?

    ¡Por favor, que “a vivir en paz nos llamó Dios”!

    Cada quién puede revisar a fondo su vida y si “tiene la foja limpia”, pues que arroje la primera piedra.

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