El proceso del envejecimiento.

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PRE-mujerEnvejece.jpg_274898881Por: Dr. Álvaro Pandiani *

Si bien el envejecimiento no es una enfermedad propiamente dicha, se trata de un proceso inexorable e irreversible por el que todos pasan – o pasaremos – salvo que una muerte violenta o una enfermedad en una edad temprana de la vida conduzca a una persona a la tumba. El proceso del envejecimiento lleva a cambios estructurales y funcionales, y a un deterioro progresivo que conduce a la aparición de diversas enfermedades. Por otro lado, el paso de los años hacia la vejez y en la vejez es vivido como un declive en la experiencia vital que conduce hacia el fin natural de todo ser humano; la aparición de enfermedad en este período de la vida hace sentir – o temer – la proximidad de la muerte, aunque la enfermedad en sí no sea grave. Esta característica de la vejez de ser la “antesala de la muerte” está tan asumida en nuestra sociedad, que la aparición de una enfermedad grave y de evolución fatal en un adolescente o adulto joven produce un impacto emocional aún en personas que sólo mantienen un tenue parentesco con el enfermo, mientras que una enfermedad que lleve a la misma situación terminal a un anciano se acepta con dolida pero serena resignación, hasta por sus familiares más directos. En el primer caso es una persona que “tiene por delante toda una vida”, por lo que su enfermedad, agonía y muerte es vista como una “injusticia”; el viejo en cambio es aquel que “ya vivió su vida”, y que, según los parámetros de nuestra sociedad ingrata y egoísta, debe dejar lugar a los más jóvenes. Implícito en este concepto puede estar el deseo de que la enfermedad del anciano sea rápidamente curable, o rápidamente mortal; la idea de algunos es que el viejo moleste lo menos posible, y dé el menor trabajo posible a los más jóvenes, de modo que estos puedan “hacer su vida” (de hecho, es común escucharle a los viejos enfermos la amarga reflexión acerca de que están para “dar trabajo” a sus familias).

El envejecimiento es un proceso que depende de múltiples factores, considerándose  que comienza en el nacimiento; esto quiere decir que comenzaríamos a envejecer cuando abandonamos el útero materno. ¿Qué caracteriza o define el envejecimiento? La vitalidad, entendida como la capacidad del organismo para realizar sus funciones biológicas, permite al mismo adaptarse a las situaciones de estrés fisiológico, manteniendo el equilibrio. La pérdida de la vitalidad, un proceso progresivo e inevitable, aumenta la vulnerabilidad del organismo, al restarle la capacidad de responder adaptándose a los distintos requerimientos del propio organismo y del entorno. Envejecer es, por lo tanto, perder la vitalidad, soportar menos los cambios, en un sentido biológico, y en el mismo sentido, ser más frágil. Con el paso de los años diversos aparatos y sistemas sufren cambios y pérdida de funciones. Las neuronas, células efectoras de las funciones nerviosas, al avanzar hasta niveles de especialización, pierden su capacidad de reproducirse; cada neurona destruida se pierde definitivamente. Las neuronas se pierden progresivamente, alcanzando niveles críticos en la edad avanzada. La agudeza visual disminuye al engrosarse y perder su transparencia las estructuras  ópticas del ojo. El oído, el olfato, el gusto y el tacto también merman en sus funciones. La piel se vuelve fláccida, delgada y seca; aparecen arrugas por pérdida de grasa y proteínas subcutáneas. Disminuye el cabello, y encanece por menor producción de un pigmento llamado melanina. La desorganización y pérdida de células musculares lleva a que se reduzca la fuerza muscular. El deterioro del cartílago de las articulaciones conduce a la artrosis. El hueso se desmineraliza (“descalcifica”) llevando a osteoporosis y eventuales fracturas. En el aparato gastrointestinal hay procesos de atrofia en el estómago, en el hígado, y divertículos en el colon (intestino grueso). El músculo del corazón aumenta su grosor y se fibrosa, y las válvulas cardíacas se endurecen y calcifican. También se endurecen las arterias, y sobre todo pueden obstruirse por la conocida aterosclerosis, fruto de la acción prolongada en el tiempo de factores como el consumo de tabaco, la hipertensión arterial, la diabetes, el colesterol elevado, y otros, mal o no controlados. La función de los riñones disminuye por pérdida de sus unidades funcionales, llamadas nefronas; también disminuye la función respiratoria, y las defensas del árbol bronquial se reducen, favoreciendo infecciones que pueden incluso ser causa de muerte. Finalmente, hay merma de la función reproductiva, la cual se pierde en la mujer tras la menopausia.

Las causas de estos cambios radican en factores genéticos, y también ambientales. Los factores derivados del entorno dependen de los riesgos que el individuo ha tenido – o asumido – durante su vida, como por ejemplo fumar, ingerir alcohol, consumir una dieta no adecuada, o nunca hacer ejercicio físico. También se debe al efecto acumulativo de secuelas a lo largo de la vida (por ejemplo, infartos cerebrales repetidos, que conducen a la demencia). Los cambios derivados de la edad se hacen críticos en la vejez extrema, cuando se produce envejecimiento fisiológico. El envejecimiento patológico lleva al individuo a condiciones críticas a edades más tempranas. Muchas teorías han intentado explicar el proceso del envejecimiento, no habiendo todavía una de universalmente aceptada como la teoría que explica este proceso. Una muy interesante habla de una programación genética; según la misma, el envejecimiento estaría “programado”, o “escrito” en los genes del individuo. Esta teoría tiene a favor la observación de duraciones de vida promedio en diferentes especies, y la aproximada equivalencia de duración de vida entre los miembros de una misma familia. Ninguna teoría por sí misma explica satisfactoriamente el envejecimiento. Tal vez porque el mismo se debe al concurso de múltiples mecanismos, o a que el envejecimiento se deba a alguna otra causa que nadie ha imaginado aún.

Dado que hablamos del envejecimiento humano, siendo ésta una columna cristiana evangélica, parece razonable dirigirnos a la Biblia para enriquecer el comentario con lo que la misma dice sobre el tema. Y parece inevitable que, al acercamos a las Sagradas Escrituras para comprobar cómo veían la vejez las culturas de los tiempos bíblicos, y cuáles son los consejos, promesas y palabras de aliento que Dios dirige al ser humano en relación al envejecimiento, comencemos por mencionar la longevidad extrema de los patriarcas antediluvianos. No podemos hablar de vejez y Biblia sin referirnos al relato de tal longevidad primitiva, que a nosotros hoy en día nos resulta casi mítica. Aquí nos encontramos con una cuestión ya abordada hace un tiempo, cuando dedicamos unas columnas a la película Noé, y a este personaje bíblico: la historicidad o leyenda de los primeros capítulos del Génesis. El capítulo 5 de este libro menciona diez patriarcas de la época primitiva de la humanidad; desde Adán, quien según la Biblia fue el primer ser humano, cuya duración total de vida habría sido de novecientos treinta años, pasando por el célebre Matusalén, el ser humano más longevo, quién habría vivido novecientos sesenta y nueve años en total, hasta el mencionado Noé, el cual, siempre según la Biblia, murió a la edad de novecientos cincuenta años. Luego del diluvio, catástrofe cuyo carácter de evento histórico está avalado por evidencias arqueológicas y registros primitivos de diversas culturas, según vimos en su momento, vemos en el capítulo 6 del Génesis que Dios fija un límite a la duración de la vida humana: “No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne; pero vivirá ciento veinte años” (6:3). A pesar de eso, según el relato bíblico patriarcas posteriores superaron esa edad, si bien en forma decreciente: Sem, seiscientos años; Abraham, ciento setenta y cinco años; Isaac, ciento ochenta años; Jacob, ciento cuarenta y siete años; Job, ciento cuarenta años. Siglos después Moisés, el Legislador de Israel, en su oración registrada en el Salmo 90, habla de un nuevo límite impuesto a la duración de la vida del hombre: “Los días de nuestra edad son setenta años. Si en los más robustos son ochenta años, con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, porque pronto pasan y volamos” (v. 10). Resulta interesante y sugestiva la idea de que Dios haya fijado límite a la vida humana, no arrebatando la vida a todos de una manera sobrenatural, sino tal vez “programando” a la especie humana para una muerte “natural”, por enfermedad, o deterioro propio de la edad; resulta interesante, pues evoca la teoría de la programación genética que mencionamos antes.

La extrema longevidad primitiva de la que habla la Biblia en los primeros capítulos del Génesis tiene su correlato en leyendas y tradiciones de culturas antiguas. Escritos babilónicos primitivos hablan de reyes de duración de vida fabulosa. Emenluanna y Kichunna son dos reyes babilonios antediluvianos a los que se les asigna una edad de cuarenta y tres mil años cada uno. Las leyendas primitivas de vidas extraordinariamente largas podrían corresponder a la existencia real de seres humanos de longevidad extrema en el fondo de la historia (o de la prehistoria); esto lo decimos sin pretender afirmar que esas vidas de miles de años de duración, referidas desde la antigüedad, deban aceptarse como reales. Pero entonces surge la pregunta: ¿por qué vidas de casi mil años de duración – que es lo relatado en la Biblia – sí deberían aceptarse como reales? En primer lugar, si creer que existieron hombres que vivieron casi mil años no es razonable, es muchísimo menos razonable creer en edades que superan los diez mil años; es decir, la Biblia es mucho más razonable que otros escritos antiguos. Además, las afirmaciones de la Biblia no pueden rebajarse al nivel de las leyendas mitológicas antiguas, como algunos eruditos llenos de prejuicios desearían; el impacto que el Libro de Dios ha tenido en la historia de la humanidad, su permanencia a través de los tiempos, su carácter como documento histórico fidedigno evidenciado por la arqueología, y su honda significación para la sociedad y el individuo en la actualidad, nos obligan a considerarla con otro criterio y a tenerla en otro concepto. Por lo menos, nosotros los cristianos lo hacemos así. Por otra parte, la fe que despierta el mensaje de la Biblia, en aquellos cuyos corazones han sido transformados por dicho mensaje, no admite sino que repudia la descalificación de los aspectos sobrenaturales de la Biblia como meros fragmentos de mitología.

La longevidad extrema de los patriarcas antediluvianos se ha intentado explicar como resultado de pureza genética, en seres humanos cercanos a la creación original, que vivieron en un medio ambiente carente de riesgos para la salud, tales como contaminación, radiación, múltiples formas de infección, etc. Quizás no haya hipótesis que permita explicarla, ni mucho menos recuperar semejante longevidad, si en verdad existió (los cristianos apegados a la Biblia creemos que sí), y sólo la fe nos permita acercarnos a los relatos de un pasado tan diferente a nuestra realidad.

Una realidad de vejez, deterioro y muerte. Una realidad actual en la que la expectativa de vida, si bien es mucho más alentadora que la de nuestros ancestros en la antigüedad, la edad media, o aún en un pasado a cien o ciento cincuenta años atrás, se sitúa entre los setenta y los ochenta años; justamente las edades límite mencionadas en el Antiguo Testamento, en el Salmo 90 de Moisés, quién vivió hace alrededor de tres mil trescientos o tres mil cuatrocientos años. Una realidad actual en la que envejecer, en nuestra cultura, comporta para muchos la experiencia ingrata de dejar de ser útil y/o importante, y transformarse en una carga, en un motivo de disputa y fuente de molestia, o incluso en un objeto de depósito, una pieza de armario; y sentirlo y experimentarlo así.

Nuestra cultura necesita rescatar aquella actitud de respeto a los mayores, ya ordenada por Dios desde una lejana antigüedad, cuando dice por ejemplo en Levítico 19:32: “Delante de las canas te levantarás y honrarás el rostro del anciano”. Y también alentar con amor a los ancianos, recordando las promesas de Dios a la vejez, con palabras como: “Joven fui y he envejecido, y no he visto justo desamparado ni a su descendencia que mendigue pan” (Salmo 37:25), y “Hasta vuestra vejez yo seré el mismo y hasta vuestras canas os sostendré. Yo, el que hice, yo os llevaré, os sostendré y os guardaré” (Isaías 46:4). En suma, hoy en día es más necesario que nunca pensar en esas personas que una vez fueron fuertes, emprendedoras y llenas de vitalidad, y hoy son frágiles, limitadas y dependientes, viendo en ellos nuestro deber y nuestra oportunidad maravillosa de actuar con amor.

En definitiva, ¿cuántos de nosotros llegaremos a una edad en la que podamos decir, como el salmista: joven fui, y he envejecido? Más allá de sembrar amor, para recoger amor cuando lleguemos a la vejez, sembremos amor para que otros recojan, lleguemos nosotros – o no – a esa etapa de la vida.

*Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario. (Adaptado del El proceso del envejecimiento, Capítulo 1 del libro Cielo de Hierro Tierra de Bronce, Editorial ACUPS, Montevideo, Octubre de 1998).

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