¿El muerto se fue de rumba?

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el-muerto-se-fue-de-rumba--Por: Dr. Álvaro Pandiani*

Hace veinte años un grupo de salsa argentino llamado Las Sabrosas Zarigüeyas editó su primer disco; una de las canciones de ese disco se hizo inmensamente popular, y hasta el presente suena ocasionalmente en radios y fiestas: El muerto se fue de rumba. La rumba es “un término que se refiere a distintos tipos de bailes y géneros musicales” (baile.about.com › About en Español › Baile › Otros bailes latinos); asimismo, rumba: “es sinónimo de “fiesta” o “juerga” en Latinoamérica. Pero la rumba no es cualquier tipo de fiesta. Casi siempre se refiere a fiestas donde se interpretan y bailan ritmos latinos de raíces africanas”. Seguramente muchas personas en nuestro país se hayan acordado de esta muy popular canción, en el último mes; desde que tomó estado público la inclusión de un muerto en una fiesta celebrada por un grupo de practicantes internos (estudiantes del último año de la carrera de medicina) en el Hospital de Clínicas de Montevideo.

Uno de los rasgos más destacados de la era de las redes sociales, facebook, youtube y similares, es la estupidez. Los usuarios de estas redes hacen a menudo el necio, publicitando aspectos privados, íntimos y hasta comprometedores de sus vidas y quehaceres cotidianos, exponiéndose a la vista, conocimiento, consideración, crítica, burla, vergüenza, desprecio y repudio del mundo entero. Pero en este caso la necedad que caracteriza nuestra época no explica el incalificable acto de sacar del sector de Emergencia de un Hospital el cuerpo de una persona fallecida, para hacerlo parte de una fiesta de estudiantes universitarios. Aquí el problema es más profundo, aunque también fruto de este tiempo: la ideología del prohibido prohibir, del hacé lo que quieras y lo que sientas, del derribar todas las barreras, cruzar todos los límites, irrespetar todas las reglas, normas y convenciones, porque todo es relativo, y ya no hay absolutos ni sagrados.

¿Cómo nos sentiríamos si un ser querido nuestro, que nos notificaron acaba de fallecer en un hospital público, no aparece por ningún lado, hasta que nos informan que unos estudiantes idiotas se llevaron el cuerpo a una fiestecita que tienen dentro del hospital? Cuando oímos de estas cosas, ¿no cabe preguntarnos cómo llegamos a esto? Cuando oímos de estas cosas, ¿no cabe preguntarnos por qué todos, en distintas circunstancias de confrontación o necesidad, reclamamos nuestros derechos, pero olvidamos nuestros deberes? ¿Por qué sólo demandamos privilegios, como si no existieran las obligaciones? Esta era parece haber modificado aquella vieja máxima que decía que mis derechos terminan donde empiezan los derechos de los demás. La consigna en la actualidad parece ser algo así como “tengo derecho a reclamar mi derecho de ejercer libremente mis derechos”. Los derechos de los demás – no hablemos ya de sus intereses, aspiraciones o sentimientos – brillan por su ausencia en la consideración individual de los miembros de una cultura impregnada por lo valores nefastos del posmodernismo; valores estimulados por líderes políticos y gobiernos que han implantado en el pensamiento colectivo que es políticamente correcto hablar de – y garantizar a la población – el libre goce de los derechos, lo cual está muy bien, aunque casi nunca hablen a esa misma población acerca de sus deberes como ciudadanos; y aunque esa corrección política tenga un fuerte olor a demagogia. Es así que hemos visto aparecer derechos humanos antes desconocidos. Uno de estos nuevos derechos, aparecido hace menos de una década, es muy llamativo: el derecho a blasfemar. Este “derecho” se definió después de los primeros episodios de violencia vinculados a caricaturas de Mahoma en la prensa europea, la década pasada. A tal punto que incluso en 2009 se fijó el Día Internacional del Derecho a la Blasfemia, cada 30 de setiembre, aniversario de las primeras caricaturas satíricas de Mahoma publicadas en el semanario danés Jyllan Posten en 2005, que desencadenaron hechos de violencia los cuales cobraron la vida de más de un centenar de personas. Muy relacionado con esto – y  seguramente aún en la memoria de todos – está el recuerdo del baño de sangre perpetrado en enero de este año por extremistas islámicos en la sede del semanario francés Charlie Hebdo, por sus reiteradas burlas contra Mahoma. Este hecho avivó el debate entre los alcances de la libertad de expresión, frente al respeto por las creencias religiosas; un debate decididamente inclinado a favor de los secularistas y librepensadores. Esto puede verse para empezar en el apoyo que la Organización de las Naciones Unidas dio a la libertad de expresión, en su Comentario General N°34 (año 2011), acerca del cual leemos: “la ONU lanzó una nueva declaración sobre la extensión de la libertad de expresión bajo la ley internacional. Afirma que las leyes que restringen la blasfemia son incompatibles con los estándares de los derechos humanos universales”; más adelante, en el mismo artículo, dice lo siguiente: “El mensaje del Comentario General Número 34 no es sólo una condena clara de las leyes de blasfemia de países como Pakistán, que a pesar de haber ratificado el ICCPR en 2008, continúa imponiendo la pena capital por blasfemia y “profanación” contra el nombre del Profeta Muhammad. El comentario repudia igualmente las decisiones de la Corte Europea de Derechos Humanos en Estrasburgo, que confirmó leyes austriacas, británicas y turcas contra la blasfemia y los insultos religiosos invocando un derecho sui generis a “respetar los sentimientos de los creyentes” (humanismosecular.net › General). El ICCPR es el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ratificado por la Asamblea General de Naciones Unidas en 1966, en vigor desde 1976. De todo esto surge que, evidentemente, el irrespeto general por las ideas, creencias y valores, venía siendo preparado desde varias décadas atrás, por los representantes de lo mejor y más selecto de la humanidad reunidos en la ONU.

Tomamos ocasión en el caso de un muerto llevado a una fiesta, no para continuar haciendo leña de una situación triste y desgraciada, sino como ocasión para hablar de viejas normas y antiguos valores, cuyo respeto parece haber caído en desuso frente al avance arrollador de nuevos derechos. Concretamente, continuamos con el llamativo derecho a blasfemar el cual, como vimos, es apoyado por la ONU, incluso con declaraciones que critican leyes vigentes en países occidentales, leyes que restringen la blasfemia en atención a “respetar los sentimientos de los creyentes”. Según el artículo que citamos, el derecho de los creyentes a que sus sentimientos se respeten es llamado “sui generis”; si tomamos en cuenta que la expresión sui generis significa “singular, excepcional o extraño en su género” (www.wordreference.com/definicion /sui%20géneris), esto implicaría que, para algunas personas – humanistas, secularistas, ateos – el respeto por la sensibilidad de los creyentes es algo singular, excepcional y hasta extraño. Es decir que, al calificar los sentimientos de los creyentes religiosos como no dignos de respeto – pues el derecho a que se respeten tales sentimientos sería, repetimos, singular, excepcional y extraño – virtualmente se les quita no sólo el derecho a reclamar respeto, sino incluso el derecho a profesar una fe religiosa. La ONU tiene cuidado de aclarar en su declaración que, si bien “Las prohibiciones de muestras de falta de respeto hacia una religión u otros sistemas de creencias, incluyendo las leyes de blasfemia, son incompatibles con el Pacto” – refiriéndose al mencionado Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos – hay circunstancias específicas en que esto se exceptúa. ¿Cuáles son?: “el odio nacional, racial o religioso que constituye una incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia”. Ahora bien, no puede ser simple miopía intelectual pretender que cualquiera puede blasfemar, insultar y agraviar aquello que es sagrado para otra persona, y considerar que ese insulto religioso no es, en sí mismo, una incitación a la violencia por parte del otro. Quien blasfema sabe – o debería saber – que se expone a una reacción violenta por parte de los adeptos de la religión de cuya divinidad blasfemó. Parece una gran hipocresía y un desmesurado cinismo pretender que las personas no creyentes tienen el derecho de agraviar libremente, y con el nivel de incultura, falta de educación, ordinariez y grosería que se les ocurra y les venga en gana – por ejemplo una portada de Charlie Hebdo llegó a mostrar a los tres integrantes de la Santísima Trinidad teniendo sexo entre ellos (sevilla.abc.es/andalucia/cordoba/…/sevp-charlie-hebdo-20150110.html) – y condenar la reacción visceral y violenta que los creyentes religiosos puedan llegar a tener. La ONU está diciendo tácitamente: el ateo tiene derecho a blasfemar, pero el creyente debe quedarse quietito y calladito. La hipocresía de esta políticamente correcta declaración no admite calificativos.

Esta apología a ultranza de la libertad de expresión recibe apoyo intelectual, expresado con dialéctica impecable y congruente; por ejemplo, en la siguiente declaración: “Ciertamente, desde los poderes públicos hay que proteger la pluralidad religiosa y promover el respeto a las creencias de todos. Pertenecen a un ámbito personal en el que nadie tiene derecho a entrometerse. Pero las libertades de conciencia y de expresión son un bien superior que no cabe degradar en nombre de religión alguna” (internacional.elpais.com › Internacional). Este argumento en apariencia lógico – y en sintonía con el espíritu de una sociedad democrática y pluralista – resulta una argucia, pues califica como bien superior la libertad de conciencia y expresión, colocándola por sobre las creencias personales, bien que protegidas éstas por los poderes públicos como “pluralidad religiosa”. Porque fue justamente la lucha por la libertad de conciencia y de expresión – en lo religioso – la que derrocó las religiones oficiales de los estados, a favor de la tolerancia y el pluralismo religioso. Éste es resultado de aquel; la tolerancia y el pluralismo fueron un fin, el medio fue la defensa de la libertad de conciencia y de expresión. ¿Cómo entonces ésta es superior? No, en realidad son partes de un solo proceso. Por otra parte, hay contradicción al decir que en las creencias “nadie tiene derecho a entrometerse”, y a la vez defender el “derecho a blasfemar”. Quien blasfema, ¿no se entromete – y de la peor manera – en las creencias del otro? La cereza de la torta en este párrafo la da la siguiente expresión: “inducir al respeto no significa obligación de respetar, como defender el derecho a la blasfemia no significa obligación de blasfemar”. ¿Se puede desconocer tanto la naturaleza humana como para olvidar que el respeto debe enseñarse, y a veces imponerse mediante disciplina, mientras que la blasfemia, la injuria, el insulto, la ordinariez y la procacidad fluyen como agua, y tanto más cuanto menor el nivel educativo y mayor la incultura?

Entre los dos textos citados, el articulista dice: “Nadie puede castigar un supuesto delito de difamación religiosa sin afectar directamente al corazón de la libertad”, lo que nos refiere a otra pata de esta sota de varias patas: la existencia, en varios países, de leyes que castigan la blasfemia; castigos que son más severos y feroces en los países islámicos. Esto tiene que movernos a reflexión, pues como ya vimos, el movimiento por el derecho a blasfemar se originó como resultado de la intolerancia y el extremismo religioso. Intolerancia y extremismo violento que los cristianos apegados a la Biblia no compartimos en absoluto, aunque sí sufrimos moral y emocionalmente por su resultado: la irreverencia desatada contra todo aquello que para nosotros es sagrado.

La culminación del cinismo aparece en palabras de Justin Trottier, coordinador del Día de la Blasfemia en Toronto (Canadá), quien en 2009 afirmó lo siguiente: “No estamos tratando de ofender, pero si en el curso del diálogo y debate, la gente se ofende, eso no es un problema para nosotros. No existe el derecho humano a no ser ofendido” (www.usatoday.com/news/religion/2009-10-02-blasphemy-day_N.htm). Estimado Trottier, usted no tendrá la intención de ofender, pero sabe bien que va a ofender; y encima niega al ofendido el derecho a no ser ofendido (o el derecho a ser respetado). En otras palabras, es como si Trottier dijera: “yo sé que le voy a ofender, y no me importa; pero usted, no tiene derecho a que le respete”. Y podríamos agregar: “si ante la ofensa usted reacciona con violencia, entonces llamaremos a las autoridades, a las ONGs, a las comisiones de derechos humanos y a la prensa, y su condena será total”. Realmente, esto es hipocresía de un calibre desmesurado. Estas son las ideas aberrantes y esta la moral hipócrita de las personas que pretenden construir el mundo del futuro.

Los cristianos apegados a la Biblia, ¿qué podemos decir? Para empezar, podemos decir lo que nos plazca, pues la libertad de expresión es un bien superior, según la peculiar mentalidad posmoderna, y los cristianos también podemos ampararnos en la misma. Pero debemos expresar nuestra profesión de fe cristiana y nuestra entrega al evangelio de Jesucristo en términos claros y entendibles para la cultura actual, pero fieles a los grandes principios bíblicos. Sabemos que vivimos en un mundo perverso, insensible a la Palabra de Dios, que ha canjeado los valores del reino de los cielos por extravagancias novedosas, cargadas de egoísmo y de maldad. Lo sabemos bien. Conocemos los textos bíblicos que describen con siglos de anticipación esta realidad actual: “el mundo entero está bajo el maligno” (1 Juan 5:19), “se envanecieron en sus razonamientos y su necio corazón fue entenebrecido. Pretendiendo ser sabios, se hicieron necios” (Romanos 1:21, 22), “También debes saber que en los últimos días vendrán tiempos peligrosos. Habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanidosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos” (2 Timoteo 3:1, 2). Pero un pasaje bíblico que particularmente se vincula con este enfoque del tema es Mateo 24:12: “por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará”. Porque justamente el amor es la respuesta para toda esta madeja enredada de libertades y derechos, de blasfemias, ofensas y respuestas violentas. El amor cristiano, tal como Cristo lo predicó y enseñó con su ejemplo de sacrificio máximo por todos; el amor puro y supremo de Jesús, que la Iglesia, la mayor parte de su historia, desconoció y no practicó. El amor que renuncia a sus propios intereses, por el bien de aquel a quien se ama. El apóstol Pablo escribió, en relación a una discusión sobre tipos de alimentos, y el derecho que tenían de comerlos aquellos que no se ataban a reglas ceremoniales a las que otros sí: “si por causa de la comida tu hermano es entristecido, ya no andas conforme al amor”, “mejor es no comer carne ni beber vino, ni hacer nada que ofenda, debilite o haga tropezar a tu hermano” (Romanos 14:15, 21). Y en otro lugar del Nuevo Testamento leemos: “el amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia; el amor no es jactancioso, no se envanece, no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor” (1 Corintios 13:4, 5); parafraseando una de las expresiones que describen las características del verdadero amor podríamos decir: “el amor no reclama sus derechos”.

Los cristianos tenemos que estar avisados de cómo están las cosas en el mundo en que nos ha tocado vivir. Pero también debemos aferrarnos a esa clase de amor, que no ofende, que no busca lo suyo, que no demanda privilegios, ni guarda rencores, y esa clase de amor mostrar al mundo. Tal vez muchos rechacen ese amor, y la fe que lo anima. Pero si algunos se sienten atraídos por este tipo de amor, y encuentran a Jesucristo en el camino de sus vidas, por esos, aunque sean pocos, habrá valido la pena.

*Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario.

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