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Por: Dr. Álvaro Pandiani

La semana pasada finalizamos nuestro comentario sobre la experiencia de Job viendo cómo el patriarca, paradigma de los sufrientes, había tocado el punto más bajo de su peregrinaje espiritual, para luego comenzar un nuevo ascenso hacia la fe y la confianza en Dios.

Mientras esto sucedía, Elifaz y Bildad continuaron su argumentación contra Job, llena de críticas y acusaciones (15:4-6; 18:2,3). Es que Job ya ha dicho cuál es su opinión de ellos y sus discursos: “Muchas veces he oído cosas como estas. Consoladores molestos sois todos vosotros” (16:2); pero su condición no ha cambiado, pues dice que su dolor no cesa, hable o se quede callado (16:6). Fundamentalmente, aún considera a Dios el responsable de su condición, lo que es evidente cuando dice cosas como: “Dios me ha entregado al mentiroso, en las manos de los impíos me ha hecho caer. Yo vivía en prosperidad, y me desmenuzó” (16:11,12). Vemos que su sufrimiento es intenso cuando expresa: “mi rostro está hinchado por el llanto” (16:16); pero insiste en su integridad, en que él no pecó: “a pesar de no haber iniquidad en mis manos y de ser pura mi oración” (16:17). Job sabe que la respuesta está en Dios, y recurre a él; conmueve ver cuando exclama: “en los cielos está mi testigo… ante Dios derramaré mis lágrimas” (16:19,20). El patriarca ya no quiere oír más acusaciones ni ataques (19:2,3); insiste ahora en que el asunto es entre Dios y él, por ejemplo cuando dice: “sabed ahora que Dios me ha derribado, y me ha atrapado en su red” (19:6). Una última y removedora apelación a la misericordia de sus amigos (“¡Vosotros, mis amigos, tened compasión de mi, tened compasión de mí!”; 19:21), no halla respuesta. Job sabe que está solo delante de Dios; y entonces, una luz inunda su corazón, y exclama: “yo sé que mi Redentor vive, y que al fin se levantará sobre el polvo, y que después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios. Lo veré por mi mismo; mis ojos lo verán, no los de otro” (19:25-27). Aquí Job ve a Dios no como el causante de sus males y responsable de sus desgracias. Algo muy fuerte ha iluminado su vida, y comprende: Dios es su redentor, es decir, aquel que le rescatará de su miseria y dolor. Un Redentor que, incluso podríamos pensar que Job anticipa habrá de resucitar (“al fin se levantará sobre el polvo”), y al que verá con sus ojos a pesar de su situación actual. Hasta qué punto Job tuvo conciencia de estar hablando de la venida de Cristo, su muerte y resurrección, así como de la resurrección de los justos (por lo dicho en el versículo 26), no lo sabemos. Pero lo cierto es que lo que dijo podría tener una sorprendente interpretación, si lo miramos desde la perspectiva del Nuevo Testamento. Si esto es así, este vislumbrar profético señala el ascenso de la fe y condición espiritual de Job hasta alturas que no había alcanzado antes de sobrevenirle sus sufrimientos.

A partir de este momento, el desarrollo del peregrinaje espiritual de Job parece distanciarse del camino seguido por sus tres amigos. Zofar habla atropelladamente para reivindicarse: “Por cierto mis pensamientos me hacen responder, y por eso me apresuro. He escuchado una reprensión afrentosa y mi inteligencia me inspira la respuesta” (20:2,3); es decir, que no le ha caído muy bien que Job criticara sus argumentos. El resto del discurso de Zofar es una consideración general sobre el destino de los malvados; el hombre parece estar en ayunas de lo que pasa en el alma de Job. De hecho, ésta será la última vez que abrirá la boca. Job lo refuta fácilmente. Elifaz por su parte acusa a Job de cosas cada vez peores: “Por cierto tu maldad es grande y tus iniquidades no tienen fin. Sin razón tomabas prenda de tus hermanos y despojabas de sus ropas a los desnudos. No dabas de beber agua al cansado y negaste el pan al hambriento” (22:5-7). Mientras esto dicen sus “amigos”, Job prosigue su recorrido espiritual; sigue sin comprender la causa de su sufrimiento, y sigue rebatiendo la teoría de que éste se debe a su pecado. Pero el rayo de luz que le alumbró sigue brillando. Él sabe dónde está la respuesta, y por lo tanto anhela un encuentro con Dios: “¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios! Yo iría hasta su morada, expondría mi causa delante de él y llenaría mi boca de argumentos. ¿Contendería conmigo con grandeza de fuerza? ¡No, sino que él me atendería!” (23:3, 4, 6). El drama de Job prosigue aún un trecho. Los tres amigos hablan cada vez menos, agotando argumentos que nada aportan, hasta callar por completo, según leemos en 32:1: “Cesaron estos tres varones de responder a Job, por cuanto él era justo a sus propios ojos”. Job volverá a caer en algún momento en la incomprensión de su estado, en la incertidumbre acerca de la causa del mismo. Un insoportable sentimiento de nostalgia de los tiempos previos a la llegada del actual sufrimiento se apodera de él (29:2-6). La nostalgia se hace más cruel al comparar la felicidad pasada con la miseria actual. Al recrudecer el dolor, vuelve por momentos a acusar a Dios; se vislumbra una nota de injusticia en el trato que Job ha recibido (30:1, 9-11, 20-23, 26). Por fin, Job analiza toda su vida, examinando sus actos, palabras y aún pensamientos; no encuentra nada que justifique el presunto castigo que ha recibido, e invita a Dios a que le pruebe, y conocerá así su justicia (31:6).

Ese es el error que Job comete. Su fe en Dios vaciló y se afirmó; sabe en última instancia la respuesta y la solución vendrán de Dios. Pero el concepto de la propia justicia frente a la adversidad que dice “yo no hice nada para merecer esto”, es llevado en este punto al extremo por Job, quién parece aseverar “Dios se ha equivocado conmigo”. Este punto enardece a un joven espectador del drama, Eliú, quién se lanza al escenario a participar (32:2). Su intención no es acusar a Job, pues afirma: “Si tienes razones, respóndeme; habla, porque yo te quiero justificar” (33:32), pero sí ponerle en su lugar (33:8-12). Eliú ha sido criticado por algunos eruditos bíblicos por su inclinación al egocentrismo y el engreimiento; y en verdad, en algunos momentos se realiza a sí mismo unos prólogos impresionantes, como por ejemplo: “Escuchad, sabios, mis palabras; y vosotros, doctos, prestadme atención” (34:2). Scofield opina que las primeras palabras de Dios acerca de alguien que oscurece el consejo con palabras sin sabiduría se refieren a Eliú, lo que desvirtuaría su discurso. Pero al final, Job se aplica a sí mismo tales palabras. Si miramos el discurso final de Dios, Él no se dirige en ningún momento a Eliú. Esto no parece deberse a que Dios menosprecie lo dicho por Eliú, sino más bien a que avala y aprueba lo que éste ha dicho. Al final, Elifaz, Bildad y Zofar reciben la reprobación de Dios, pero no Eliú. Cuando termina el capítulo 31 del libro, Job termina de hablar todo lo que tiene para decir; cuando finaliza el capítulo 37, Eliú termina su discurso. Parecería que la escena queda en un silencio expectante.

Entonces, desde las dunas y pedregales del desierto se acerca un torbellino; quizás todos hayan huido, quizás no. El torbellino se detiene ante Job, y una voz sale de él. Dios y Job están ahora cara a cara.

Varias cosas son notables en esta intervención de Dios, con la cual el drama llega a su desenlace. Se destaca la total ausencia de acusaciones dirigidas a Job. Éste había atribuido la responsabilidad de sus desgracias a Dios; había acusado a Dios de injusticia, para declararse posteriormente más justo que Dios. Estaba empapado de un espíritu de orgullo y rebeldía, producto del intenso sufrimiento. Dios no recrimina estas cosas a Job; parece asumir que fueron el producto de su dolor. Tiene la virtud de mostrar a Job la inconsistencia de su orgullo, haciéndole ver las maravillas de Dios en la naturaleza. No hay reproches; hay comprensión, e interés en que el sufriente llegue a encontrarse consigo mismo, y con Dios. El objetivo se cumple, a juzgar por las expresiones finales de Job: “Yo soy vil, ¿qué te responderé?” (40:4); y también “de oídas te conocía, mas ahora mis ojos te ven” (42:5). Job ve su error, cometido a la ligera en el fuego del sufrimiento, entonces se arrepiente, su corazón es depurado, y su alma sanada a través de ese encuentro con Dios.

Otro aspecto destacable de esta intervención de Dios es la desaprobación de Elifaz, Bildad, y Zofar. Dios le dice a Elifaz que él y sus dos amigos no habían “hablado de mí lo recto, como mi siervo Job” (42:7). Cuando uno compara las aseveraciones de Job, y el espíritu con que fueron dichas, según hemos visto, con las palabras por momentos sublimes con que estos tres hombres hablan de Dios (5:17-26; 11:13-19; 22.21-30), esto resulta a primera vista incomprensible. Uno podría llegar a creer que Job gozaba de cierto favoritismo de parte de Dios, lo cual en el contexto de las Sagradas Escrituras es inadmisible, ya que en las mismas se afirma reiteradamente que para con Dios no hay acepción de personas. ¿Entonces?

La clave está justamente en el rígido concepto judicial que estos tres hombres tenían de Dios. Como ya hemos dicho, Job vierte muchas de sus opiniones mientras está abrumado por el dolor. Son las ideas, los interrogantes, los accesos de ira y desesperación de alguien que está sufriendo; el grito desesperado y tantas veces repetido: “¿por qué?, ¿por qué?”, que parece no hallar respuesta, y que conduce a la desesperanza. Dios lo tolera, se muestra comprensivo, le hace ver su error, y le guía al arrepentimiento.

Lo que Dios parece no tolerar es el concepto pobre, incompleto y mezquino sobre su persona, unido a la petulante pretensión de poseer un conocimiento acabado sobre la Divinidad. Y añadido a esto, la presunción de ser maestro de aquellos que no se ajustan a estos criterios. Elifaz, Bildad y Zofar parecen hablar a Job desde lo alto de una cátedra, pero no estaban pasando lo que él, y Job se los hace ver al decir: “También yo podría hablar como vosotros, si vuestra alma estuviera en lugar de la mía” (16:4).

En suma, Dios demostró no haber estado ausente durante todo el tiempo del sufrimiento de Job; sabía qué cosas se habían dicho, y sabía qué pasaba en el interior de aquel que sufría. Soportó con paciencia y amor las dudas y los reproches del sufriente. Y no le gustó que quienes no estaban pasando por semejantes padecimientos, adoptaran la actitud de maestros, y condenaran a aquel como vil pecador.

La historia de Job, y la palabra final de Dios sobre el asunto, nos debería iluminar en uno de los aspectos más álgidos del problema: acompañar adecuadamente al que sufre, si es necesario, hasta el fin.

Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario. Material adaptado de La enfermedad y el sufrimiento, Capítulo 3 del libro Cielo de Hierro Tierra de Bronce, Editorial ACUPS, Montevideo, Octubre de 1998).

 

1 Comment

  1. Ignacio dice:

    Saludos Dr. Álvaro Pandiani:
    Creo que otro asunto donde debería arrojar luz por lo que leí, ya que noleí todo job de la biblia, es que la persona que padece, debería poder apropiarse de estos saberes.Es decir que quien sufre debería estar al tanto de la historia de job.
    Le mando un abrazo grande y que dios lo bendiga, yo lo estoy buscando aún.

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