La oración ridícula

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ciego-de-nacimientoPor: Dr. Álvaro Pandiani*

Dice el evangelio que Jesús sanó muchos enfermos. Enfermos de enfermedades diversas y espeluznantes recibieron una completa sanidad por obra suya. No sólo los evangelios del Nuevo Testamento hablan de este carácter milagroso de la persona de Jesucristo; también escritos judíos, y la más temprana literatura cristiana dan testimonio de que Jesús fue un hacedor de maravillas.

Un hecho singular está relatado en el capítulo 9 del evangelio de Juan; allí se relata el caso de un ciego de nacimiento. Se nos dice que Jesús escupió en el suelo, hizo barro con la tierra mojada por su saliva, untó los ojos del ciego con ese barro, y luego lo envió a lavarse en el estanque de Siloé (vers. 6,7); después de lavarse, el ciego recibió la vista. Más allá de la repugnancia que hoy en día nos pueda provocar la sola idea de untarse los ojos con barro hecho con la saliva de un hombre, el elemento llamativo es el procedimiento previo al milagro. En el relato no hay ni una mención a un gesto de repulsión, bien que haya sido mínimo, por parte del ciego o de alguno de los testigos del hecho; indudablemente, nuestras costumbres y criterios sobre la higiene son bien diferentes a los de la época de Jesús. También llama la atención que ninguno de los discípulos de Jesús, podríamos decir ya “acostumbrados” a milagros del Maestro obrados por su sola palabra, a veces sin siquiera estar presente el beneficiario del portento, haya preguntado por este medio que usó Jesús para devolver la vista al ciego. Pocos hechos comparables a este milagro se relatan en los evangelios, en relación a una tarea manual precediendo el prodigio, como si se tratara de un procedimiento médico, o de un pase mágico o maniobra de curandero; ambos en el evangelio de Marcos. Según lo escrito en dicho evangelio (7:31-35), trajeron hasta Jesús un sordomudo; Él le metió los dedos en las orejas, luego escupió – presumiblemente en sus propios dedos – y tocó la lengua del mudo, para al final decir: “sé abierto”. El milagro sucedió. En Marcos 8:22-25 se relata que Jesús escupió directamente en los ojos de un ciego, puso sus manos sobre él, y le preguntó si veía algo; el ciego refirió ver los hombres “como árboles” – probablemente porque los veía en forma borrosa – y que los veía moverse. Entonces, Jesús puso sus manos sobre los ojos del hombre, y éste recibió la vista.

No hay una explicación clara y contundente para dar cuenta de por qué Jesús de Nazaret, alguien capaz, según los evangelios, de obrar portentos inexplicables en la salud de personas irremediablemente enfermas y sin esperanza de curación, y capaz de hacerlo con sólo pronunciar una orden verbal que operaba el milagro, e incluso capaz de llamar de regreso desde la muerte con su palabra de autoridad, en estas ocasiones recurrió a procedimientos que, si a sus contemporáneos no les generó un asquito, a nosotros tal vez sí; porque aunque para nosotros los creyentes Él es el Hijo de Dios, para ellos en ese momento era un maestro y profeta, pero un hombre (¿alguien se dejaría escupir en la cara por un pastor, por muy siervo de Dios que lo considere?). En general, estas acciones de Jesús se explican como actos simbólicos que tuvieron como objeto ayudar la fe de las víctimas de la enfermedad (Harrison, EF; Comentario bíblico Moody; Editorial Portavoz; USA, 1995); si ese fue el caso, se habría tratado de concesiones hechas por Jesús a personas para las cuales la fe puramente espiritual en un Dios que es Espíritu, tal como enseñó Jesús (Juan 4:24), estaba lejos de su alcance. En este sentido, el gesto simbólico debe entenderse no como una prueba, sino como un apoyo para la fe; el sordomudo vio y el ciego sintió o experimentó que el Hacedor de Maravillas estaba haciendo algo, y eso les habría ayudado a creer. En el caso del ciego de nacimiento, relatado en Juan 9, emerge el elemento de prueba para la fe, según el mismo comentarista; el enviar Jesús al ciego a lavarse en Siloé es interpretado como la prueba. Si creía en Jesús, iría a lavarse; si no creía, se limpiaría los ojos con cualquier cosa, y seguiría mendigando.

Sin embargo, esta interpretación es cuestionable; ¿por qué un ciego recibe ayuda para su fe, y al otro se le pone a prueba la fe? ¿Por qué el sordomudo también se ve beneficiado por la ayuda de Jesús, si tales acciones – escupir, tocar la lengua, o los ojos – eran efectivamente una ayuda para la fe? Una primera consideración para entender esto – que hay que creerlo para comprenderlo, porque sino todo constituye una fantasía religiosa – es justamente el carácter central de la fe en la relación del hombre con Dios; según Hebreos 11:6: “sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que él existe y que recompensa a los que lo buscan”. Asimismo, en el discurso de Jesús de Nazaret la fe fue un tema preeminente (Mateo 15:28, 17:20; Marcos 11:22; Lucas 7:50, 18:8). Por otra parte, en algunos casos la fe de aquellos que se acercaban a Jesús esperanzados en la curación se evidenciaba por ese sólo hecho. Ejemplo de esto es lo escrito en Marcos 2:1-5, pasaje en el que se relata que, enseñando Jesús en una casa de Capernaúm, unos trajeron un paralítico, cargándolo entre cuatro; al no poder acercarse a Jesús a causa de la gran cantidad de gente, subieron al techo, hicieron un agujero – qué alegría el dueño de la casa, ¿no? – y por allí bajaron al paralítico. Dice el evangelio: “Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados” (vers. 5). El ciego de nacimiento del cual nos cuenta Juan no se acercó a Jesús por un milagro. Se hizo tema de la charla entre el Maestro y sus discípulos a causa de su discapacidad visual de nacimiento, que estos creían castigo por un pecado – que, en todo caso, el ciego no había cometido – y Jesús afirmó no tener nada que ver con el pecado, sino con la oportunidad que Él tenía en ese momento de manifestar las obras de Dios. Pero el ciego no había pedido ser curado de su ceguera. Aún así, tenía la oportunidad de recibir el regalo de la vista, pero para ello debió demostrar creer en aquel que untó sus ojos con barro, y le ordenó lavarse en Siloé. Si esta interpretación es correcta, si el barro en los ojos que debía lavarse en el estanque era una prueba para la fe, necesaria para que el ciego recibiera el milagro, ¿es válido que a posteriori de este hecho, y hasta hoy en día, algunas personas, pastores, líderes, referentes espirituales del pueblo cristiano, al orar por los creyentes ante diversas dificultades, pidan, inviten o aún indiquen a los mismos hacer determinadas cosas para demostrar su fe? Cosas tanto o más extrañas que hacer barro con saliva y untar los ojos de un ciego; cosas que, incluso, pueden parecer hasta ridículas.

Para ejemplo, dos casos, que conozco de primera mano. El primero, un locutor de un programa radial evangélico anuncia que orará por los enfermos. Entonces invita a sus oyentes a colocar un vaso de agua sobre el receptor de radio. Una vez finalizada la oración, indica a los creyentes que le escuchan que, para recibir sanidad de sus enfermedades, se beban el agua. Una anciana, simple pero ferviente, al no tener a mano un vaso de agua, pone sobre la radio su sombrero; luego, se coloca el sombrero, creyendo en la eficacia del procedimiento para recibir la bendición prometida por el predicador radial. Otro, un pastor y referente espiritual hace una oración específica por la sanidad de una persona enferma. Finalizada la misma, indica a la persona, un creyente fiel, que al llegar a su casa ingiera un determinado producto alimenticio, crudo. El creyente, alguien espiritual y conocedor de la Biblia, se siente consternado por esta indicación; sabe que el pastor que intercedió por él es un hombre espiritual y apegado a la Biblia, no un aprendiz de brujo o curandero. Pero el procedimiento indicado le confunde, pues no logra conectarlo con el carácter predominantemente espiritual del cristianismo, en el que los ritos prefijados son pocos, y tienen un simbolismo claro y bien establecido en las Sagradas Escrituras. Una duda cruel comienza a atormentar a este creyente: si cumple ese procedimiento extraño indicado por el intercesor, ¿no estará incurriendo en una suerte de rito mágico, lo cual desagradará a Dios?; y si no lo cumple, ¿no estará acaso fallando en una prueba de fe que Dios ha dispuesto, antes de darle la bendición que necesita? Es un enigma sin solución, un acertijo sin respuesta; cualquier opción puede ser la equivocada, y las posibilidades parecen ser cincuenta y cincuenta.

¿Qué sería mejor? ¿Ejercer la fe sencilla, casi infantil y sin criterio, de la anciana que se puso el sombrero en la cabeza? ¿O aferrarse con escrúpulos a la espiritualidad más pura y radical, a una interpretación y aplicación literal y exclusiva de Juan 4:24? Este texto bíblico, Dios es Espíritu, y los que lo adoran, en espíritu y en verdad es necesario que lo adoren, ha tenido un impacto indudable en las prácticas de fe y devoción del pueblo cristiano evangélico. Confrontado por la mujer samaritana de la aldea de Sicar acerca de cuál sería el lugar adecuado para adorar a Dios, existiendo controversia entre judíos y samaritanos acerca de si tal lugar sería Jerusalén o el monte Gerizim en Samaria, Jesús respondió que se acercaba el momento en que la adoración a Dios habría de ser eminentemente espiritual, sin estar conectada con un lugar fijo. Aunque los judíos seguramente no estarán de acuerdo, desde el pensamiento teológico cristiano esta afirmación de Jesús es interpretable como un anuncio de que Jerusalén, o lo que Jerusalén representaba – el judaísmo con sus sacrificios, holocaustos y múltiples ritos y ceremoniales – sería desplazado por una nueva experiencia de fe, expresión del nuevo pacto anunciado por los profetas antiguos, un pacto escrito en la mente y el corazón del pueblo de Dios (Jeremías 31:33). Una nueva experiencia de fe que se expresaría no en formas de rituales, que representaban tipológicamente lo que habría de venir después (Hebreos 10:1), sino en su contenido espiritual verdadero (“en espíritu y en verdad”). Una experiencia de fe en la que no hallan cabida los ritos o ceremonias simbólicas – salvo aquellas ordenadas en las Sagradas Escrituras, como el bautismo, la santa cena o la imposición de manos – y mucho menos los procedimientos sui generis, a criterio o por inspiración del pastor, ministro o intercesor de turno, que lleven a poner la fe en lo material antes que en lo espiritual, en la forma antes que en el contenido.

Con esto en mente, ¿qué hacer para descifrar este enigma, al parecer irresoluble? ¿Declinar la espiritualidad sublime a que nos llama el Señor en nuestra relación con Dios? ¿O aferrarse a tal carácter exclusivamente espiritual de la fe, y negarse a cumplir el procedimiento, en apariencia inocuo y a menudo ridículo, que se nos impuso como condición para recibir la bendición de Dios? Alguien muy espiritual podría sugerir orar para ser guiados por Dios acerca de lo que hacer; parece legítimo, pero resulta peculiar y engorrosa la idea de tener que orar para saber si hay que hacer o no algo extraño para que a su vez la oración anterior a ésta funcione, o sea respondida.

El dilema torturante ante esta clase de situaciones es: ¿si lo hago y a Dios no le gusta y no me bendice?; y por otro lado, ¿si no lo hago y Dios se decepciona por mi falta de fe, y no me bendice? Quizás deberíamos ir un poco más atrás y preguntarnos si Dios nos pondría en un dilema como éste, y con qué propósito. ¿Con qué propósito Jesús untó con barro los ojos del ciego y lo mandó lavarse en un lugar específico? Es para reflexionar; si el ciego no hubiera obedecido, ¿habría seguido siendo ciego? Si razonamos como lo hicimos, que el procedimiento de embarrar y limpiar era una prueba para la fe, contestaríamos que sí. Si no tiene fe, no recibe la bendición; ese es el razonamiento mecánico que se nos enseñó a hacer. Pero, ¿por qué entonces Jesús dijo, antes de hacer nada por el ciego, que su ceguera era oportunidad para que se manifestaran las obras de Dios? Me viene a la memoria algo escrito por el apóstol Pablo en Romanos 9:16: “no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia”. Tal vez Jesús habría sanado al ciego de nacimiento aunque no hubiera ido a lavarse al estanque de Siloé. Otros creyeron en el Señor no antes, sino después de ver un prodigio sobrenatural (Hechos 9:34, 35; 42; 13:12). Otra vez la pregunta: ¿Dios nos pondría en una disyuntiva en la que cualquiera de las dos opciones podría resultar en algo negativo para nosotros (incurrir en su desagrado, o perder su bendición)? ¿Haría Dios eso con aquellos que Él ama, y quienes le aman y tienen su fe puesta en Él?

Creo que, llegado este punto, hay que mirar otro pasaje bíblico; el de Santiago 1:13: “Dios no puede ser tentado por el mal ni él tienta a nadie”. De acuerdo al contexto de este pasaje, la tentación es una forma de prueba que induce – o incita – al pecado; en cualquier caso, a fallar delante de Dios. El pasaje comienza diciendo: “Bienaventurado el varón que soporta la tentación, porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida que Dios ha prometido a los que lo aman.” (1:12). Y en el versículo siguiente al que citamos se lee: “cada uno es tentado, cuando de su propia pasión es atraído y seducido. Entonces la pasión, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (1:14, 15). Entonces, queda claro por el contexto que Dios no tienta – es decir, no pone a prueba – a nadie, cuando el resultado de esa prueba puede derivar en algo negativo, en una mala consecuencia para el creyente que, sinceramente, quiere honrar y agradar al Señor. Cuando la Biblia habla de pruebas que los cristianos deben atravesar, se refieren en general a dificultades, conflictos, circunstancias adversas de la vida que los creyentes enfrentan con fe en el Señor, aferrados a Dios y su Palabra:

No os ha sobrevenido ninguna prueba que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser probados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la prueba la salida, para que podáis soportarla; 1 Corintios 10:13.

            Hermanos míos, gozaos profundamente cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia; Santiago 1:2, 3.

Vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro (el cual, aunque perecedero, se prueba con fuego), sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo; 1 Pedro 1:6, 7.

Esas son las pruebas para nuestra fe; las que nos enseña la Palabra de Dios, y son superadas cuando nuestra fe está puesta en esa misma Palabra; porque, como dicen las Escrituras: “la fe es por el oír; y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17).

Así que, ni acertijos malintencionados, ni dilemas ridículos; fe y devoción espiritual en un Dios que es Espíritu, y nos ama.

 

* Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario. (Basado en el artículo homónimo publicado en iglesiaenmarcha.net, en noviembre de 2014)

 

1 Comment

  1. Ana dice:

    Dios les bendiga….se extrañaba el dr.pandiani. En verdad……un tipo increible je.. Dios les bendiga. Muy buemo el programa. Ana de Malvin

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