¿La forma o el contenido?

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Forma o contenidoPor: Ps. Graciela Gares*
“Si yo hablare lenguas humanas o angélicas y no tengo amor soy como metal que resuena o címbalo que retiñe” (1ª Corintios 13:1)

El cine vuelve a darnos pretexto para la reflexión. Recientemente se estrenó en nuestro país, el film “Félix y Meira”, premiada como mejor película canadiense en el festival de Toronto (2014).
El drama llevado a la pantalla ocurre en Montreal, Canadá, un país multicultural. Los protagonistas son Meira y Félix. Ella es una mujer joven, casada con un rabino de nombre Shulem y con una hija bebé.
Félix es un hombre solitario, soltero, cuarentón, algo excéntrico, que vive en el mismo vecindario. Su padre, un hombre rico, se halla próximo al fin de sus días. Ambos están distanciados.

Los esposos Shulem y Meira son judíos, pertenecientes a la comunidad jasídica. Shulem, es un rabino muy ortodoxo en sus prácticas religiosas. Pero mientras él cumple con total dedicación y convicción sus rituales, su esposa parece no comulgar con ello.

Los jasídicos son una rama de la religión judía, cuyas costumbres son muy particulares en cuanto a vestimenta, creencias y prácticas. Los varones de la comunidad usan barba y cabello con rizos largos que caen sobre las orejas, sombrero de piel o terciopelo negro (los imponentes “eshtraimel”) y saco largo de seda. Parecen vivir un mundo propio, cerrándose a los extraños para no contaminarse. Mantienen una escrupulosa adherencia a sus normas religiosas y deben obediencia al rabino, a quien consultan acerca de todos los aspectos de sus vidas. Alguien los definió así: un jasid (“piadoso”) es “simplemente alguien que hace más que lo que tiene que hacer, alguien que va un metro más allá, un metro extra”.

En el film, el esposo amanece ejecutando el ritual de lavarse manos y rostro (aún antes de salir de la cama) y continúa con sus prácticas rituales a lo largo del día. Cuando lee la Torah pide que haya silencio en toda la casa. Prohíbe estrictamente a su esposa escuchar música secular o usar luz eléctrica en el día de reposo. Al comienzo del Shabat, en la tarde del viernes, la casa queda en penumbra, pues la bombilla del comedor se apagará automáticamente.

Meira, por su parte, sobrelleva con desgano los ritos y tabúes religiosos de su comunidad, aunque cumple con ocultar su cabello (llevando peluca o pañoleta), utilizar vestimenta que cubra totalmente su cuerpo, no usar pantalones, no ir al cine, no ver televisión, no mirar a los ojos a los hombres, etc. Su mundo personal se reduce al hogar donde cuida de su hija y participa de las reuniones de la comunidad. Lo que se espera de ella – así como de las demás mujeres de esa cultura -, es que tengan muchos hijos, proyecto que Meira no comparte.
En la trama de la película, no se perciben manifestaciones afectuosas de Shulem hacia su esposa; cuando él se marcha a su trabajo sólo besa a su hija y mira a su mujer para decirle adiós.

Nada indica que no se quieran (no se demuestran fastidio, ni antipatía); es simplemente un vínculo matrimonial sin expresiones afectivas, ni lúdicas de ningún tipo, salvo hacia la niña. El esposo sigue escrupulosa y minuciosamente las reglas de la creencia que profesa, sin cuestionárselas. No queda claro si él entiende el sentido de la vida que lleva y de las prácticas que realiza.

Meira atiende a su hija con cariño, pero se siente insatisfecha con su matrimonio y ahogada en ese estilo de vida monótono y restrictivo. Saliendo a hacer compras en el barrio, conoce casualmente a Félix, quien está cursando el duelo por la partida reciente de su padre. Félix se da cuenta que ella es religiosa y le pregunta si puede darle alguna palabra de consuelo para lo que él está viviendo. En principio, Meira intenta evadir esa demanda, pero luego lo reconsidera y al día siguiente prueba remediarlo al cruzarse de nuevo con Félix. Siguen viéndose ocasionalmente en el barrio y Meira parece haber encontrado en él una salida al ambiente opresivo y restrictivo que vive en su hogar. Félix parece intrigado con ella, la escucha y comparte música soul que a Meira le agrada, la lleva a bailar, le presta atención, la respeta. Pero no tiene mucho que ofrecerle, salvo su bohemia vida errante. Continúan la amistad hasta que el esposo de Meira descubre el vínculo. En una ocasión los sigue y agrede a Félix arrojándole al piso, exigiéndole que no vuelva a acercase a ella. Félix intentará camuflarse como judío jasídico para volver a verla, pero luego desistirá.

En tanto, Meira seguirá oponiéndose al ascetismo religioso de su esposo y de su comunidad, anhelando otro estilo de vida, así como el amor y reconocimiento que su esposo no le dispensa. En algún intercambio entre ambos, Shulem le dice: “¿no comprendes que ésta es nuestra vida?”, cerrando así cualquier expectativa de cambio. Más que una convicción personal, la frase suena como una carga impuesta y aceptada, que deben sobrellevar.
Cuando Shulem advierte que su vínculo afectivo con Meira languidece, apela a amenazarla, diciéndole que si decide finalmente irse con Félix, deberá irse sola, dejando a la hija de ambos al cuidado de la comunidad.
Llama la atención el hecho que Shulem no ensaya ninguna estrategia afectiva, amorosa, para reconquistar a su mujer. En una ocasión en que parece darse por vencido, decide visitar a Félix para pedirle que él la haga feliz, expresándole que ella es lo más importante en la vida de Shulem. Éste quizá sea uno de los puntos más dramáticos del film: un amor sentido pero no manifestado ni vivido por parte de un individuo que se considera profundamente religioso.

Meira ama mucho a su hija y decide fugarse con la pequeña, yéndose en un viaje a Venecia con Félix.
La película deja el final inconcluso: aparecen ambos con la niña paseando en góndola por los canales de Venecia. Félix satisfecho con la experiencia, en tanto Meira, pensativa, le pregunta dónde irían a vivir al final del viaje, para lo cual él no tiene una respuesta definitiva para darle. Al espectador le queda la incertidumbre si tal relación tiene algún futuro, si podrá prosperar o si será una historia más de amor imposible.

La trama de esta película puede despertar diversas lecturas. Su director, el canadiense Maxime Giroux, se define como un ateo que considera fascinante la cultura jasídica que profesan sus personajes. Por tanto, de ninguna manera quiere abrir juicio sobre sus prácticas.

En lo personal, nos adherimos a la postura de respetar y no condenar las prácticas que de buena fe lleve a cabo cualquier comunidad que muestre respeto y temor a Dios.

Más que reprobar, nos pareció oportuno aprovechar el argumento de esta trama fílmica, para auto-examinarnos si en algún sentido la realidad que allí se plantea se reproduce en nuestras vidas sin que nos demos cuenta. Es más, creemos que el argumento de esta obra nos interpela a todos, ya que en general a los humanos nos resulta más fácil adherir y guardar las formas, que vivir la esencia de lo que decimos creer. Shulem era devoto de un Dios que es amor, y mortificaba su propia existencia con múltiples privaciones, pero fallaba en la expresión amorosa dentro de su hogar. No lo vemos como un hipócrita, sino como un creyente que actúa de buena fe, pero se equivoca porque ignora las Escrituras y las demandas divinas.

Y mientras el afecto de su esposa se le escapaba de las manos, él atinaba a recordarle normas y reglas, al tiempo que agonizaba por dentro de sufrimiento pues la quería mucho. No pudo decirle a tiempo que la amaba, ni lo importante que ella era para él.

De sobra estaría decir que no avalamos la opción de Meira de abandonar a su marido. Pero nos parece que el personaje de Shulem nos aporta elementos interesantes para la reflexión.

En algún sentido, todos corremos el mismo riesgo que este religioso, de no vivir la esencia de lo que creemos y no obstante, seguir manteniendo la forma o la cáscara: ritos, celebraciones, oraciones como expresión de nuestra religiosidad.

¡Cuántas veces solemos guardar conductas que nos definen como cristianos (en el vestir, en el hablar, en la no concurrencia a lugares de prácticas mundanas, en orar, ayunar, en asistir a cuanta reunión que se organice en nuestra iglesia) pero fallamos en expresar y vivir el amor de Dios en el servicio al prójimo en la vida cotidiana! ¡Cuán a menudo somos incapaces de vibrar con la compasión de Cristo ante la necesidad del otro!
Solemos fastidiarnos y rebelarnos ante la basura desparramada por los hurgadores en torno a un contenedor de residuos en la vía pública. Pero no nos despierta igual rebeldía que todavía hayan personas que tengan que hurgar en la basura para comer o subsistir.

Decimos estar en contra de la violencia intra-familiar, pero pocas veces nos arriesgamos a presentar denuncia contra un vecino violento y agresor que vive en nuestro barrio y castiga sin misericordia a su mujer o sus niños.
Y esto sin mencionar a aquellos ministros de iglesias que son violentos en sus hogares con sus familias, mientras guardan apariencia de piedad en los cultos de su congregación.

Vale entonces alertarnos mutuamente acerca de este peligro, atendiendo al dilema que se nos plantea a los profesantes del cristianismo respecto a vivir y reflejar el amor de Dios, además de cumplir el ceremonial religioso.
Viene a nuestra mente la escena del Nuevo Testamento en que los fariseos intentaron imponer la prohibición de la ley a los hambrientos discípulos de Cristo que cortaban espigas de trigo en día sábado. Allí Cristo les dio a entender que calmar el hambre del prójimo en el Sabbath, importaba más que cumplir con la letra fría de la Torah (Lucas 6:1 -5).

¡Y cuántas veces – como le ocurría al esposo fracasado de la película- nos cuesta mucho decirle a los que nos rodean lo importante que son para nosotros y cuánto aportan a nuestra vida!
Cristo valoraba y reconocía el apoyo humano y no tuvo vergüenza de decirle a sus discípulos: “¡cuánto he querido celebrar con ustedes esta cena de Pascua antes de mi muerte!” (Lucas 22:15) o pedirles que oraran con él en Getsemaní (Mateo 26:38). Aunque era Dios, buscaba, valoraba y reconocía explícitamente la necesidad del apoyo de los suyos. ¡Qué honrados se habrán sentido los doce apóstoles al escuchar su pedido!
En estos tiempos en que la maldad se ha multiplicado mucho, nuestro amor corre riesgo de enfriarse y nuestra religiosidad transformarse en una cáscara que nos aísla de los demás que necesitan nuestro amor y compromiso. Ello nos convierte en un “címbalo que retiñe” (un repiqueteo inútil), reteniendo las formas pero no la esencia de nuestra fe.

Hoy día no es fácil ser solidario, ni dar amparo al pobre sin techo, ni luchar contra la injusticia. Todo esto supone correr riesgos, pero es lo que se espera de nosotros. De lo contrario, nuestras prácticas religiosas pueden tornarse un fin en sí mismo, llegando a estimar la asistencia a reuniones de culto como un signo de cercanía al Señor, aunque nuestro corazón esté fallando en amar de modo práctico.

Que mi religión no se vacíe del ferviente amor de Dios, del cual debería ser canal para hacerlo llegar al que lo necesita. Que no me auto-engañe, sintiéndome que he cumplido guardando solo las formas o la apariencia cristiana.
Porque toda la ley de Dios se resume en un solo mandamiento: «Cada uno debe amar a su prójimo, como se ama a sí mismo.» (Gálatas 5:14 TLA).

*Ps. Graciela Gares – Participa en la programación de RTM Uruguay que se emite por el 610 AM – Columna: “Tendencias” – Lunes 21:00 hs.

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