¿Por qué cantamos?

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Una reflexión sobre la alabanza a Dios

Por: Ezequiel Dellutri*

“Cantamos porque el grito no es bastante y no es bastante el llanto ni la bronca; cantamos porque creemos en la gente y porque venceremos la derrota” sostiene el escritor uruguayo Mario Benedetti en su poema “Por qué cantamos”. La pregunta es pertinente también para nosotros, porque como dice el historiador Arnoldo Canclini, una de las dos cosas que caracterizan a los evangélicos en la Argentina es el canto; la otra, debería ser la fidelidad a la Palabra.

El canto forma parte de nuestra historia. La Biblia contiene nada menos que ciento cincuenta letras de canciones: los salmos. Al menos setenta y tres fueron redactados por el más importante juglar de Dios: David, un simple pastor, un guerrero valeroso, un gran rey y un poeta de corazón y espíritu.

Cantarle a Dios implica, en primer lugar, el reconocimiento de su amor. A veces, nos gustaría poder expresar mejor todo lo que sentimos, vivimos y pensamos sobre nuestro Señor; los poetas y músicos cristianos nos prestan sus palabras para que por medio de ellas, podamos exteriorizarlo. David lo dijo con claridad en sus salmos cuando manifestó que su corazón estaba siempre dispuesto a cantarle a Dios.

En segundo lugar, no cantamos solos: lo hacemos congregacionalmente; no para el otro, sino con el otro. Voces distintas: las de los que recién aprenden a hablar, las de los jóvenes que están haciendo sus primeras armas en la vida, las de los padres que enfrentan todos los días el desafío de guiar a sus hijos en el amor a Dios, las de los mayores que palpitan la llegada a la patria celestial. Cantar nos recuerda que todos somos diferentes pero estamos unidos porque somos hijos del mismo padre. A veces, cuando entonamos viejos himnos como “Cuando allá se pase lista” o versiones de los salmos, estamos uniéndonos a los que ya pasaron: cientos de cristianos, en circunstancias siempre distintas —en el dolor y en la alegría, en la persecución y en la bonanza— entonaron antes que nosotros estas estrofas; otros seguirán cantándolas cuando estemos con Dios. “Con las generaciones futuras alabaremos al Señor y hablaremos de su poder y maravillas”, dice con toda razón David en otro de sus salmos.

En tercer y último lugar, lo más importante: cantamos porque tenemos un Dios que merece nuestro canto. En uno de los salmos, leemos: “Alabaré al Señor porque él es justo; cantaré himnos al nombre del Señor, al nombre del Altísimo”. Alabar no es solo expresar lo que sentimos; por sobre todo, es dar testimonio de un Dios que ama a sus criaturas y que busca la justicia y la rectitud por el camino más comprometido: el del amor.

Cada domingo, iniciamos nuestro culto cantando. No siempre lo hacemos bien: en el peor de los casos, respondemos de manera mecánica, sin pensar en la letra, como se empeñan en recordarnos quienes dirigen la alabanza. Otras veces nos trabamos, perdemos y desafinamos. Pero seguimos cantando, porque ni buscamos la perfección técnica ni la corrección musical. La alabanza, como solemos llamarla, es superadora: no hace falta talento para cantar, sino tener la necesidad de expresar lo que sentimos hacia nuestro Dios, ese que nunca nos deja y que siempre está dispuesto al perdón.

Resulta casi indudable que, de todas las artes, la música es la que más se emparenta con el latir del espíritu. Será por eso que cantamos: porque es una forma más de sentirnos cerca del corazón de Dios, ese lugar de calor al que todos tenemos que volver para poder enfrentar la dureza de la vida.

*Ezequiel Dellutri: Integra el equipo del programa Tierra Firme de RTM (www.tierrafirmertm.org). Profesor de literatura, escritor de literatura fantástica y novelas policiales. Es pastor en la Iglesia de la Esperanza, San Miguel provincia de Buenos Aire, Argentina. Está casado con Verónica y tiene dos hijos (Felipe y Simón).

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