Amigos y… de los otros

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Por: Dr. Álvaro Pandiani*

La amistad hoy en día está tan idealizada como enrarecida. Todos aprecian una amistad verdadera, leal, sincera y duradera. Una amistad de esas que son a prueba de todo: a prueba de desavenencias y enfrentamientos, a prueba de riñas y ofensas, a prueba del paso del tiempo, a prueba de terceros que se meten en medio para echar a perder un compañerismo fiel, a prueba de gustos distintos, y hasta a prueba de mudanzas y cambios de trabajo. Todos queremos tener esa clase de amigos. Por lo menos, tener un amigo de esos que podemos considerar un hermano; tanto, que los hijos de mi amigo son como mis sobrinos, y me dicen tío, aunque en realidad no estemos emparentados. Pero en los tiempos que corren el concepto de amistad se ha vuelto ambiguo. Todos parecen saber qué se espera de un auténtico amigo o amiga; sin embargo, no todos parecen estar dispuestos a dar lo que el amigo espera: cosas como lealtad, confianza, apoyo y compañía, sinceridad, y franqueza brutal si es necesario. Si bien la amistad como concepto sigue siendo algo noble y muy elevado, en la vida real las amistades impresionan estar infestadas por el relativismo propio de estos tiempos de tolerancia, derechos a granel, y cero obligaciones y responsabilidades. Con todo, el ideal de amistad genuina y fiel sigue ahí, como un sueño por alcanzar para ser feliz: tener un amigo que sea amigo de verdad.

En nuestros tiempos, en los que prima el materialismo y el hedonismo, a menudo la amistad se basa en frivolidades; por ejemplo, el gusto por un determinado tipo de música, vestirse a la moda, ir a determinados lugares de entretenimiento, estudiar o trabajar en un mismo lugar, ser vecinos, u otro tipo de cosas superficiales. En cualquier cosa de esas, más que en afectos sinceros y bienintencionados. Y emerge en algunas personas la idea de la “amistad funcional”, al estilo de: me servís, sos mi amigo; no me servís más, ya no somos amigos; no me servís para nada, no te quiero de amigo. Es decir, se busca y se cultiva una “amistad” utilitaria, basada en el interés personal por obtener algo concreto, un beneficio o una ventaja, de aquel a quien se tiene como “amigo”. Es una amistad condicional, o condicionada; una amistad eminentemente egoísta. Por lo tanto, es una amistad falsa; una amistad cínica, y también hipócrita.

En Uruguay se celebra el Día del Amigo, como en muchos otros países del mundo. Es interesante que una celebración como esta haya sido objeto de una resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de abril de 2011, en la que se reconoce “la pertinencia y la importancia de la amistad como sentimiento noble y valioso en la vida de los seres humanos de todo el mundo” (1). A uno se le ocurre que la amistad es algo más que un “sentimiento”, pero es comprensible que la resolución tenía que expresarlo de algún modo; y además, impresiona como importante que Naciones Unidas considere la amistad como “noble” –es decir algo hermoso, sublime y elevado– y también valiosa. La resolución de la ONU fijó el Día Internacional de la Amistad el 30 de julio; sin embargo, en Uruguay y otros países de la región se celebra el 20 de julio, aniversario de la llegada del hombre a la Luna. En el Día del Amigo es habitual el envío de mensajes, saludos y felicitaciones a personas que, a veces, no son más que nombres en una lista de contactos, o “amigos” en una red social; personas con las cuales uno puede mensajearse por internet, pero con quienes prácticamente nunca –o nunca– se sienta a tomar un café y charlar, o nunca se da un abrazo o un simple apretón de manos. Hace varios años se emitió por televisión una comedia de situación americana llamada, justamente, Amigos (Friends). El eje argumental era mostrar las vivencias de seis jóvenes de la ciudad de Nueva York, tres hombres y tres mujeres, que eran amigos entre sí, pero amigos de los de verdad. La serie tuvo un inmenso éxito y se extendió por diez temporadas. En un capítulo de la serie dos de ellos hablaban, de pie en medio del apartamento que compartían; uno relataba al otro las desventuras que había tenido ese día, con un tono que parecía indicar que los contratiempos no le habían afectado mucho, y el otro escuchaba sin dar muestras de empatía. De pronto el que estaba contando sus infortunios explotó, y exclamó con voz llorosa: “qué tiene que hacer uno para que su amigo le dé un abrazo”; y entonces el otro –que estaba como pasmado–reaccionó y le dio un fuerte abrazo. Tal vez no esté en los diccionarios, pero una buena definición de qué es un amigo verdadero podría ser que: es aquel que se da cuenta cuando uno necesita apoyo, consuelo y compañía, y está ahí sin que haya que pedírselo, ni rogarle, ni tampoco pagarle.

Nuestra sociedad ha pretendido elevar al rango de “amistad” relaciones que apenas calificarían para considerarse compañerismo, y llama amigos a quienes en realidad son amigotes; es decir, compañeros habituales de diversiones, generalmente poco recomendables (2). Esos son “los otros”, los que llamamos amigos a la ligera, porque nos divertimos juntos, salimos juntos, andamos en grupo en busca de diversión, y son aquellos cuya compañía procuramos cuando lo que queremos es pasar un rato alegre, para escaparle a alguna tristeza, o simplemente para entretenernos, no aburrirnos y, menos que menos, bajonearnos. Por supuesto, esta clase de personajes, los amigotes, busca lo mismo de nuestra compañía: mucha alegría y diversión, y en lo posible cero tristeza y bajón. Por eso desaparecen casi en el acto cuando uno está en problemas, angustiado, triste o abrumado por la desgracia. Justamente cuando lo que necesitamos es compañía, apoyo y consuelo; esas cosas que brinda un verdadero amigo.

Como en todo lo que tiene que ver con relaciones humanas, amor y también amistad, para quienes miramos estos temas desde la óptica cristiana basada en la Palabra de Dios, se impone ver qué tiene que decir la Biblia al respecto. En el capítulo 15 del evangelio de Lucas se encuentra la que es, seguramente, una de las parábolas más conocidas de Jesús: el hijo pródigo. Esta historia, que ilustra de una forma magnífica el amor y la paciencia de Dios, representado por ese padre que espera al hijo extraviado, y le recibe y perdona cuando éste regresa arrepentido, tiene algunos detalles que merecen comentarse, en relación al tema de hoy. Como la mayoría sabrá, el hijo pródigo es pródigo por su prodigalidad; este término, de origen jurídico, “se aplica a la persona que malgasta su caudal con ligereza, poniendo con ella en peligro injustificado su patrimonio, con perjuicio de su familia” (3). El pródigo es por lo tanto un derrochador, alguien que despilfarra sus bienes. El hijo pródigo de la parábola pide al padre la parte que le correspondía de su herencia –con su padre aún vivo– y yéndose lejos “desperdició sus bienes viviendo perdidamente” (Lucas 15:13b). Si bien muchas representaciones gráficas y dramatizaciones de esta parábola muestran al pródigo rodeado de buenos “amigos y amigas”, que disfrutan lo bueno de la vida con él –o a su costa – el relato de Jesús no dice explícitamente que eso fuera así. Lo que sí está claro en el relato es que, cuando el dinero se terminó, el pródigo fue a parar a un chiquero a cuidar chanchos para ganarse la vida; y mientras se moría de hambre y deseaba comer, aunque más no fuera, la comida que comían los cerdos, “nadie le daba” (16b). Quiere decir que, si cuando tenía el dinero de la herencia en la bolsa había amigos cerca, cuando el dinero se terminó, todos los amigos volaron. ¿Acaso no sabemos que, cuando uno paga la vuelta, el mostrador se llena de “amigos”, pero cuando se termina el dinero la barra queda vacía?

Esos no son amigos verdaderos; son simplemente amigotes.

Una espléndida definición de lo que es un amigo verdadero está en Proverbios 17:17, donde leemos que “en todo tiempo ama el amigo y es como un hermano en tiempo de angustia”. Esto significa que el amigo verdadero ama en toda circunstancia, en toda situación, pero en las peores se comporta como un hermano, como alguien de la familia. Lo de que ama debe entenderse como el amor que actúa; no un amor de palabra o simple sentimiento, sino de acción, de ayuda, de presencia, incluso de sacrificio. Como es el auténtico amor. Complementariamente, en Proverbios 18:24 puede leerse: “Amigos hay más unidos que un hermano”. La insistencia del proverbista en vincular amistad y hermandad evidencia el alto valor de la verdadera amistad, y la alta estima en que esta era tenida. Compararla con el parentesco de hermanos de sangre demuestra que para el escritor sagrado el amor, la lealtad, y la confianza a toda prueba, entre quienes están unidos por lazos de sangre, son cosas que se dan por sobreentendidas.

Para cualquier cristiano evangélico medianamente informado del contenido del Nuevo Testamento, instruido en los principios del evangelio, hablar de amistad verdadera es hablar de Jesucristo. A todos nos han enseñado que Jesús es el mejor amigo, el único que jamás nos defraudará, ni abandonará. Jesús es el mejor amigo de cada creyente. Como la amistad verdadera incluye amor, lealtad y sacrificio, el amor demostrado por Jesús de Nazaret en su obra de redención por todos los seres humanos parece dar pie a la creencia, tan extendida entre los cristianos evangélicos, de que Jesús es nuestro amigo. ¿Hay en el Nuevo Testamento bases más claras para considerar que aquel que recibimos por la fe como nuestro Salvador, pero que es también el Señor Todopoderoso, es nuestro amigo? Ante esta pregunta, el primer párrafo que viene a la mente es aquel del evangelio de Juan en el cual, contra la costumbre imperante en la época, Él llama amigos a sus discípulos: “Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando” (15:14). A continuación, Jesús reafirmó lo dicho, agregando un aspecto clave: “Les he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre se las he dado a conocer” (v.15). Juan no interrumpe su relato del discurso de Jesús para informar las reacciones que tuvo en el grupo de discípulos el que el Maestro los llamara sus amigos. Tal vez ninguno quiso interrumpirlo en ese momento, o quizás quedaron pasmados, y no pudieron hacer comentarios. En la segunda oportunidad en que Jesús les llama amigos, menciona dos aspectos capitales de una verdadera amistad: primero, el hecho de darles a conocer lo que el Padre le había dicho implicaba compartir; compartir algo reservado, que no podía revelarse, en ese momento, a todo el mundo, sino sólo a unos pocos elegidos; en segundo lugar, la confianza implícita en ese acto de compartir cosas secretas.

Este episodio tan conmovedor del evangelio de Juan, Jesús llamando amigos a sus discípulos, tiene una ramificación interesante, cuando consideramos que Judas Iscariote ya no estaba allí. Juan informa en su evangelio (13:30), que Judas Iscariote salió del lugar donde Jesús estaba reunido con sus discípulos, apenas cayó la noche. Por lo tanto, cuando Jesús llamó amigos a sus discípulos, el traidor ya se había ido. Sin embargo, ya en el huerto de Getsemaní, cuando Judas Iscariote se acercó a Jesús para darle el beso que indicaría a los soldados del Templo a quién debían apresar, Jesús lo recibió diciéndole: “Amigo, ¿a qué vienes?” (Mateo 26:50). Jesús sabía que Judas venía para consumar su traición; sin embargo, lo recibió con esa palabra especial, que ya había usado para los otros once: amigo. Esto es muy curioso. Parece que, así como cuando Juan el Bautista no quería bautizar a Jesús, y éste le dijo “conviene que cumplamos toda justicia” (Mateo 3:15), como si hubiera querido decir, si todos se bautizan yo también debo hacerlo, Jesús no dejó de llamar amigo –como a los otros once– a ese que había sido su discípulo durante tres años, como los otros once; y lo hizo aun en el momento en que Judas estaba traicionándolo. Y esto evoca –por lo menos a mí– algo escrito por Pablo, en 2 Timoteo 2:11-13: “Palabra fiel es esta: Si somos muertos con él, también viviremos con él; si sufrimos, también reinaremos con él; si le negáremos, él también nos negará. Si fuéremos infieles, él permanece fiel; Él no puede negarse a sí mismo”. En este pasaje bíblico el apóstol Pablo expresa en diversas formas nuestro grado de unión con Cristo: morir con Él, significa vivir con Él; sufrir con Él, implica reinar con Él. Pero es interesante ver que, si bien negar a Jesús implica ser negado por Él –algo que el propio Jesús ya había anunciado, por ejemplo, en Mateo 10:33, Lucas 12:9– nuestra infidelidad recibe como respuesta la fidelidad del Señor. ¿Por qué? Porque Él no puede negarse a sí mismo. Ese versículo, en la traducción DHH, se lee así: “si no somos fieles, él sigue siendo fiel, porque no puede negarse a sí mismo”. Jesucristo no puede negar lo que es, o demostrar lo que no es. La esencia de nuestro Señor y Salvador es su amor inalterable, el mismo amor por el cual dio su vida por nosotros. Ese amor inalterable es la razón de su fidelidad inalterable; eso hace de Jesucristo el ejemplo perfecto del mejor amigo que podremos jamás tener.

Jesús, el perfecto y fiel amigo, ¿es tu Salvador?

 

1) Asamblea General de las Naciones Unidas (27 de abril de 2011). Resolución A/65/L.72. Naciones Unidas. Consultado el 31 de julio de 2016. Nota: resolución en la que se invita a todos los estados miembros de las Naciones Unidas a celebrar como Día Internacional de la Amistad, el 30 de julio de cada año.
2) https://es.oxforddictionaries.com/definicion/amigote
3) https://educalingo.com/es/dic-es/prodigalidad

* Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista, profesor universitario y ejerce el pastorado en el Centro Evangelístico de la calle Juan Jacobo Rosseau 4171 entre Villagrán y Enrique Clay, barrio de la Unión en Montevideo.

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