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Una reflexión sobre lo que Dios puede hacer con nosotros.

Por Ezequiel Dellutri*

Cuando Marcel Marceau salió esa tarde del cine siendo apenas un jovencito, lo supo de inmediato: había descubierto el sentido de su vida. Porque viendo la pantalla había reído, había sufrido y se había emocionado con la sensibilidad de Charles Chaplin. Marceau comprendió que hay vida más allá de las palabras y decidió dedicar la suya al silencio: ingresó a la escuela de arte dramático, inventó a su célebre personaje Bip y dedicó su empeño al arte de contar historias sin abrir la boca. Hoy, Marcel Marceau es reconocido como el mimo que llevó a la cumbre el arte de habar con el cuerpo.

Las performances de Marceau, que pueden verse en Internet, son mágicas: crea un mundo del vacío, trabajaba llenando de historias la nada, juegan con nuestra imaginación haciéndonos ver lo que no está. Hay profesionalismo y técnica en su trabajo, pero sobre todo pasión: no es solo un despliegue de virtuosismo; también hay una idea escondida atrás de cada acto. Porque el interés fundamental del maestro de mimos era claro: ser, a su modo, un mensajero de la paz. Lo notable es que logró su objetivo de varias maneras: no solo en cada una de sus representaciones transmitía valores positivos, sino que además, se negó a actuar bajo regímenes dictatoriales. Hasta ahí, un ejemplo de ética; pero Marcel no solo nos regaló este ejemplo: también supo jugarse la vida cuando fue necesario.

La historia es conmovedora: con Francia bajo el dominio nazi, los niños judíos estaban en peligro. Consientes de esto, algunas personas decidieron sacarlos del país, conduciéndolos a pie y en el más estricto secretos hacia la seguridad de Suiza. El problema era que, de ser descubiertos por los guardias fronterizos, los niños enfrentarían una muerte segura. ¿Cómo guiar a un grupo de pequeños en absoluto silencio durante una serie de largas caminatas en las que cualquier ruido haría peligrar su vida? La respuesta es, no puedo decirlo de otra manera, una obra de arte de la solidaridad: pastoreados por un mimo. Así fue como un joven Marcel Marceau guiaba a los niños a través de los vigilados pasos fronterizos haciéndolos jugar al oficio mudo. En total, Marceau, que había padecido en carne propia la violencia del nazismo, colaboró para salvar la vida de trescientos cuarenta niños. Y si esto ya es admirable, más aún lo es que lo haya logrado usando su arte.

Cada uno de nosotros tiene alguna cualidad, por pequeña que sea, en la que destaca o con la que se siente satisfecho. Algunas capacidades nos parecen más útiles que otras: un ingeniero parecería ser más productivo que un actor. Y, sin embargo, si ese ingeniero diseña armas y ese actor ayuda con su arte a salvar vidas, ¿cuál resultaría más útil? La realidad es que no nos define tanto nuestra capacidad, como el propósito que nos mueve a usarla. Ninguna condición es pequeña para Dios: todos somos necesarios, ninguno sobra y siempre faltan manos dispuestas a trabajar. Tal vez pensamos que no tenemos demasiado que ofrecer; nos equivocamos, porque eso sería pensar que en nuestras fuerzas está nuestro precio. Pero nuestro verdadero valor está en poner lo que tenemos en manos de Dios para ver qué puede hacer nuestro gran Maestro con lo poco que le damos. A veces, decimos que Jesús no necesitó más que cinco panes y dos peces para dar de comer a una multitud; nos equivocamos, porque lo realmente indispensable para el milagro fue la disposición de ese niño que entregó a Jesús lo poco que tenía, la fe de los discípulos que salieron a repartir lo que no había, el amor de un Dios encarnado que sigue siendo generoso con nosotros como lo fue en aquel entonces.

 

*Ezequiel Dellutri: Integra el equipo del programa Tierra Firme de RTM (www.tierrafirmertm.org). Profesor de literatura, escritor de literatura fantástica y novelas policiales. Es pastor en la Iglesia de la Esperanza, San Miguel provincia de Buenos Aire, Argentina. Está casado con Verónica y tiene dos hijos (Felipe y Simón).

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