El ser cristiano en los albores de la era cristiana – Parte 4

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Por: Dr. Alvaro Pandiani*

Finalizábamos la columna anterior refiriéndonos a los diversos escritos que circulaban entre los iglesias cristianas en los siglos II y III, a la par de aquellos que posteriormente fueron considerados Palabra de Dios e incluidos en el Nuevo Testamento de la Biblia, y mencionamos que en aquellas épocas tempranas en la historia de la Iglesia, tales escritos eran aceptados por varias iglesias como revestidos de autoridad sagrada.

Muchos de estos documentos pretendían provenir de los apóstoles (la Epístola de Bernabé, la Predicación de Pedro, la Didaché), o eran de la autoría de discípulos de los mismos (Clemente, Papías, Ignacio, Policarpo). Las enseñanzas de algunos de estos escritos comenzaron a introducir sutiles diferencias, que paulatinamente desviaron el pensamiento cristiano del siglo II, de aquel de la centuria previa. Clemente, tal vez el mismo mencionado por Pablo en Filipenses 4:3, sigue la teología paulina de la salvación al decir: “tampoco nosotros, que fuimos por su voluntad llamados en Jesucristo, nos justificamos por nuestros propios méritos, ni por nuestra sabiduría, inteligencia y piedad, o por las obras que hacemos en santidad de corazón, sino por la fe” (Seeberg R, Concepción del cristianismo en la edad pos apostólica y la iglesia católica antigua; Manual de Historia de las Doctrinas. Casa Bautista de Publicaciones, 1967; pág. 67); sin embargo, no deja de hacer énfasis en las acciones morales del hombre. Un pensamiento similar comienza a emerger a partir de Policarpo: “la justicia del creyente consiste en su actividad moral” (pág. 79). También en la Epístola de Bernabé surge el énfasis en los mandamientos de Dios: “trabaja con tus manos para el rescate de tus pecados” (pág. 82). La Didaché presenta como características de la vida moral del cristiano, entre otras cosas: abstención de pecados groseros, oposición a los pecados de lujuria carnal y espiritual (pág. 85)

Los cristianos del siglo II, por lo tanto, derivaron entre los escritos genuinamente apostólicos, en los cuales el énfasis fundamental está en la gracia de Dios, que por amor recibe al pecador y le redime de toda culpa y castigo, y estas enseñanzas pos apostólicas que infiltran la doctrina cristiana original con las ideas filosóficas del mundo grecorromano, fundamentalmente una moral “natural”, que es en definitiva un parecer, posición u opinión de pensadores humanos acerca de lo que está bien, y por ende, lo que tiene que parecerle bien a Dios. Dice nuevamente el Dr. Seeberg: “La fe, la gracia y el perdón de los pecados pasan a un plano posterior y la nueva ley y las buenas obras se adelantan y ocupan el lugar más prominente”; y agrega luego: “El legalismo que hemos hallado no es de la especie judía. Es un moralismo del mundo pagano” (pág. 91).

La historia de la doctrina primitiva está jalonada por un catalogo de prohibiciones; los cristianos tenían prohibido servir en el ejército; también tenían prohibido participar de los espectáculos de gladiadores del circo, y aún se les prohibía ser espectadores de dichos espectáculos. Otra prohibición, de importancia para considerar el lugar que ocuparía el sexo en la Iglesia en siglos subsiguientes, es la dirigida a los matrimonios cristianos, a los cuales se les veda el mantener relaciones sexuales, salvo con fines de procreación. Una característica  que oscurece el espíritu cristiano de ese tiempo, por otra parte heroico hasta el sacrificio, es el elemento moralista que habiéndose infiltrado en el cristianismo, hizo que el ser cristiano se transformara en una serie de obligaciones y prohibiciones; la obediencia a los mandamientos y las buenas obras pasan de ser una evidencia de amor a Cristo (Juan), una evidencia de fe salvadora (Santiago), y una evidencia de vida nueva y gratitud por una salvación consumada (Pablo en Efesios), a constituir un medio de obtener (¿ganar?) el perdón de los pecados (Bernabé, Didaché), o un deber a cumplir como un fin en sí mismo. Resulta muy interesante cómo muchos de estos cristianos, que comprendían tan mal el evangelio, dado que se les había enseñado un evangelio deformado, no obstante ofrendaban sus vidas con valor, cuando era necesario a causa de las persecuciones romanas.

Quizás nos ayude a comprender este punto la importante realidad que adquiría para aquellas gentes la noción de la vida de ultratumba, con las glorias del cielo, y sobre todo las terroríficas torturas del infierno, aspecto este último remarcado en la homilía de Clemente. En algún momento en el transcurso del segundo siglo se desarrolla la teoría de que las aguas bautismales lavan los pecados cometidos antes de la conversión; al ser irrepetible, la cuestión de los pecados cometidos luego del bautismo por el cristiano sería un foco de controversia durante los dos siglos siguientes, y también un motivo de angustia para miles de almas débiles que habiendo pasado por el bautismo en algún momento de su vida, caían luego en algún pecado. En una época de persecución y martirio, muchas veces por suplicio cruel, seguramente multitud de creyentes cuyo cristianismo se basaba no en el poder de Dios y los carismas espirituales, sino en la obediencia al obispo, la iglesia y a un sistema de mandatos eclesiásticos, apostataban de la fe en los momentos de tormenta; y llegada la calma, acudían en el colmo de la desesperación a las iglesias a buscar el perdón; perdón que algunos rígidos moralistas se negaban a que les fuera concedido con demasiada rapidez.

Otros, quizás esperando el perdón por un algún pecado, marchaban al martirio como a un “bautismo de sangre”, una purificación postrera y unión definitiva con Cristo. Y otros en fin, como vimos, lo hacían por amor a Aquel que antes había muerto por ellos.

El elemento supersticioso se infiltró también aquí, al atribuir al acto externo la virtud de perdonar los pecados. Es sabido que el emperador Constantino pospuso su propio bautismo hasta la etapa final de su vida, en previsión de algún pecado pos bautismal. En la época en que el imperio era ya cristiano, por lo menos de nombre, el bautismo era demorado en ciertos casos hasta que hubieran pasado los años de la juventud. No sería sino hasta el siglo VI que el bautismo infantil, preconizado desde el siglo II, se establecería en forma general, debido precisamente a la urgencia por procurar ese perdón para ser aceptos delante de Dios. El cambio en relación al concepto de pecado y perdón prevaleciente en la época de los apóstoles es notorio. En los días apostólicos el cristiano sabía que, debiendo apartarse del mundo y del pecado, en caso de caer en algún pecado, falta o error, podía recurrir en arrepentimiento y fe a Cristo para obtener perdón. En los tiempos pos apostólicos, sobre todo al fin del período de la Iglesia perseguida, el cristiano temblaba ante la idea de cometer luego del bautismo un pecado para el cual no hubiera perdón. Es interesante que apenas cincuenta años después de finalizado el período apostólico, dos movimientos eclosionaron en protesta contra la iglesia establecida; la herejía marcionita contra el legalismo al que Marción sentía olor a judaísmo, y la reforma montanista, quejándose contra el formalismo y la sequedad espiritual. El historiador Latourette menciona al narrar la historia de este período dos puntos significativos, relacionados entre sí: por un lado la decadencia de la vida espiritual de la iglesia, y tal vez consecuencia de esto, la enorme distancia entre el ideal de hombre (mujer) nuevo, del cual fue modelo Jesús, y la realidad visible y ostensible en la vida de la mayoría de los cristianos. (Latourette KS, Vasos de barro… la alteza del poder; Historia del Cristianismo, Tomo I. Casa Bautista de Publicaciones, 1967; pág. 291-324).

Un hecho interesante es que uno de los más importantes debates que surgieron al  promediar el siglo III fue justamente relacionado al problema del perdón de los pecados que los cristianos hubieran cometido luego del bautismo.

Características de este período, entonces, fueron episódicos estallidos de persecución que llevaron a muchos cristianos a la muerte, y a muchísimos a la apostasía. Moralismo extremo en lo doctrinal, énfasis en las buenas obras, la pureza y la santidad, como medios de obtener perdón de pecados y salvación. Oscurecimiento del primitivo gozo de la salvación, por una remarcada insistencia en el pecado y los sustitutos del perdón, perdón que al inicio se recibía con gozosa sorpresa, de inmediato al genuino arrepentimiento. Actitud de penitencia continua, confesión pública humillante, persistente lamentación por el pecado, una rigidez disciplinaria que si bien no fue llevada a la práctica en un cien por ciento, dio lugar por un lado a controversias y divisiones en el seno de la iglesia, y por otro a la angustia de miles de almas que se consideraban cristianas, y no obstante habían cometido fornicación, adulterio, apostasía, o algún otro pecado “mortal”, para luego volver en sí, regresar desesperados y escuchar solo sentencias lapidarias de sus líderes.

Por último, un cristianismo individual práctico que se iba distanciando del ideal teórico esbozado en la producción literaria de los teólogos y pensadores del momento.

Una vez más es interesante pensar en el hecho singular de que el tronco de la iglesia, mantenido recto mientras vivió el último de los apóstoles de Cristo, una vez desprovisto de esa vara rectora, rápidamente se desvió por senderos diversos. Motiva a pensar en la forma en que el Señor previó ese desarrollo, y cómo prevenirlo, dejando una regla que a lo largo de los siglos y milenios fuera un referente para que la Iglesia y el individuo recurrieran a la misma en todo momento de la historia. Esa regla, en griego kanon, estaba en gestación desde el primer siglo, y su reconocimiento oficial por las comunidades cristianas se fue reforzando durante los dos siglos siguientes. En la época siguiente de la Iglesia, el cuarto siglo, se concretaría oficialmente el canon del Nuevo Testamento, es decir, la lista oficial y definitiva de libros inspirados, la Palabra de Dios acerca de Cristo y la Iglesia. Ese sería, y de hecho fue, un período diferente, en el cual el ser cristiano implicó cosas diferentes.

 

* Dr. Alvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista, profesor universitario y ejerce el pastorado en el Centro Evangelístico de la calle Juan Jacobo Rosseau 4171 entre Villagrán y Enrique Clay, barrio de la Unión en Montevideo.

2 Comments

  1. emily vanessa dice:

    nnnnnnnnnnnnnnooooooooooooooommmmmmmmmmmmmmmmeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee gusta

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