El ser cristiano en la Iglesia Antigua – Parte 4

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Discépolo y Dios
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Por: Dr. Alvaro Pandiani*

Continuando con la consideración del ser cristiano en aquellos siglos que precedieron la Edad Media, cuando el Imperio Romano se conceptuó cristiano, proseguimos hablando del ascetismo, el camino elegido por los cristianos de aquellos tiempos como medio de alcanzar la perfección cristiana. Ya mencionamos antes a un teólogo de la estatura de Orígenes, que desarrolló su carrera en la primera mitad del siglo III, y quién, interpretando literalmente Mateo 19:12 se mutiló a sí mismo los órganos genitales. El mundo griego en que el cristianismo se desarrolló tenía como premisa de su filosofía un dualismo estricto: toda carne y toda materia se consideraba mala, y el espíritu libre como lo único bueno; este dualismo formaba parte de la filosofía platónica, si bien era de origen muy anterior (movimiento órfico), y se perpetuó en el neoplatonismo, una corriente filosófica del siglo III que influyó en muchos pensadores cristianos. Este dualismo estaba presente también en sectores del gnosticismo; algunos gnósticos eran rigurosamente ascéticos, mientras que otros consideraban que la posesión de la gnosis los hacía tan espirituales que podían entregarse a los placeres de la carne sin corromperse. Contra esta última posición, y a favor de la adopción del ascetismo como ideal de vida cristiana perfecta, estaba la presión legalista de los judeocristianos, presente desde los días de Pablo.

Por otro lado el maniqueísmo, nacido en la Persia del siglo III de un llamado “apóstol de Jesucristo” (Manes), fue una religión sincretista que mezcló elementos gnósticos, zoroástricos, budistas y cristianos. El maniqueísmo preconizó un dualismo absoluto, y estas ideas también infiltraron el cristianismo. También la reforma montanista del segundo siglo, anterior al maniqueísmo y surgida entre otras causas como reacción frente a la mundanalidad que había invadido la iglesia, preconizó las prácticas ascéticas, considerando obligatorio el ayuno estipulado en ciertos días, que para el resto de los cristianos era voluntario, y teniendo en elevada estima el celibato. Esta proliferación de ideas y corrientes filosóficas y religiosas rodeaba el cristianismo, y fue permeando el pensamiento de sus teólogos, y de los creyentes en general.

La forma más temprana de vida ascética fue la de los ermitaños, también llamados anacoretas, es decir, los que se retiraban; éstos se alejaban hacia las soledades de los desiertos con el propósito manifiesto de “triunfar sobre la carne mediante la oración, contemplación y mortificación” (Williams CP, “Anacoreta”, artículo en el Diccionario de Historia de la Iglesia. Editorial Caribe, USA, 1989; pág. 49). También las persecuciones tuvieron su parte en este éxodo temprano de cristianos desde las regiones habitadas, y tenían el antecedente de los paganos que se alejaban de la sociedad para escapar de las presiones fiscales, en un imperio que durante el siglo III estaba en plena crisis. Paradigma de este tipo de vida eremítica cristiana fue Antonio, el cual en la segunda mitad del siglo III d.C. se internó en las desérticas montañas de su Egipto natal, y llevó una existencia de anacoreta por el resto de sus días, salvo ocasionales apariciones en la civilización, que fueron motivadas por causas específicas. El ascetismo de Antonio se componía de una rigurosa austeridad, que lo llevó a vivir en condiciones que a nosotros nos resultarían más que precarias. Su vida cristiana se componía de oraciones y ayunos en la soledad, en la que, según los registros de aquel tiempo, mantenía una lucha permanente con los demonios del desierto; tal era el modelo de vida cristiana que Antonio mostraba a los múltiples seguidores que su fama, sus milagros y el rumor de sus experiencias sobrenaturales le atrajeron (Wright DF, “Antonio”, artículo en el Diccionario de Historia de la Iglesia. Editorial Caribe, USA, 1989; pág. 63-4).

Cruzado el umbral de época que representó el fin de las persecuciones, la oficialización del cristianismo, y la invasión de la iglesia por muchedumbre de nuevos cristianos “convertidos” pero sin convicción, y con la enorme relajación de la moral y la disciplina que esto representó, se habla de una “gran huida” hacia la soledad durante los siglos IV y V.  Otro aspecto de relevancia para los cristianos celosos de su fe en un período posterior al fin de las persecuciones, era la equiparación de las austeridades del asceta con la experiencia del mártir: El asceta (especialmente en el desierto, territorio de los demonios) contiende en la misma lucha que un mártir. Se prepara para la muerte despreciando el cuerpo y se imagina apresurando la venida del reino derrotando a la carne” (Wright DF, “Ascetismo”, artículo en el Diccionario de Historia de la Iglesia. Editorial Caribe, USA, 1989; pág. 93-4).

Entonces, el panorama del cristianismo en ese período es diverso: recorre un amplio espectro que va desde la simple nominalidad de quienes permanecían paganos de corazón, a los extremos de celo espiritual y fanatismo de los que elegían la vida del anacoreta o del monje, entregándose a formas de existencia elementales, algunos viviendo como animales, y otros desarrollando extravagancias inauditas, como los santos estilitas, que vivían encaramados en columnas.

Quizás sea pertinente al cerrar este ciclo, y dado que este es un trabajo evangélico, dar una apreciación sobre el fenómeno del monasticismo que cristaliza en este período de dos siglos, y que ha caracterizado desde entonces a las ramas católicas, romana y ortodoxa, del cristianismo. El cristianismo protestante en su vasta mayoría ha repudiado el monaquismo, y si bien este trabajo no intenta ser una refutación teológica de las bases que dan lugar a esa manera de entender la vida cristiana, será útil señalar algunos aspectos desde el punto de vista con el cual está encarado este ciclo: el significado individual y las implicancias personales del ser cristiano.

¿Qué implicó ser cristiano para los monjes y anacoretas de aquellos siglos?

Por mucho que podamos criticar el monasticismo en todas sus formas, y a aquellos que en éste se enrolaron, estos personajes, la inmensa mayoría oscuros y desconocidos, no dejan de tener un cierto atractivo, y las historias personales de muchos de ellos son apasionantes, desde que son los ejemplos que nos ofrece la antigüedad cristiana de hombres y mujeres que se consagraron a Cristo más que ningún otro de su tiempo. Antonio, a quién ya mencionamos como el principal exponente del monaquismo eremita, fue un joven acaudalado, hijo de cristianos ricos, que a la edad de veinte años, ya fallecidos sus padres, oyó en la iglesia las palabras del evangelio: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme.” “Así que no os angustiéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su propia preocupación. Basta a cada día su propio mal.” (Mateo 19:21; 6:34). Al oír esto, Antonio entregó sus propiedades a los pobres, proveyó lo necesario para el cuidado de su hermana, y comenzó su vida de ermitaño, la cual se prolongaría por otros ochenta y cinco años. Es difícil penetrar la mente de un hombre que vivió en un tiempo y en una cultura tan diferente a la nuestra, para acercarnos a los pensamientos y las impresiones provocadas por las palabras de Jesús, que desencadenaron un cambio tan radical en su modo de vida. De igual modo Pacomio, otro de los grandes nombres del Egipto cristiano de esos días, un contemporáneo más joven de Antonio, convertido durante su servicio militar, inició una vida de anacoreta, y después reunió a otros ermitaños para iniciar lo que se llamó el monaquismo cenobita; esto es, grupos de monjes que aislándose del resto del mundo, desarrollaron una vida en común. Basilio el grande contribuyó a establecer el monaquismo cenobita en el Ponto y Capadocia, así como a su extensión subsiguiente. Agustín en el siglo siguiente estableció a su clero en una comunidad reunida alrededor de la iglesia. El punto aquí es que el cristianismo que llega al siglo IV es entendido de tal manera, que una entrega a Dios se interpreta como la necesidad de huir de la sociedad corrompida y voluptuosa, para buscar la perfección personal a través del ascetismo solitario del anacoreta, o del ascetismo comunitario del monje cenobítico.

No deja de ser válida la refutación presentada en siglos posteriores acerca del carácter no bíblico del monaquismo, fundamentalmente desde el cristianismo evangélico: el carácter honroso del matrimonio (Hebreos 13:4); la aprobación de Dios a la sexualidad humana (Génesis 1:27,28,31); la recomendación pero no imposición del celibato por parte del apóstol Pablo (1 Corintios 7:8,27b,32-34,38), contrapesada con sus consejos acerca del carácter necesario y genuino del matrimonio (1 Corintios 7:2; 1 Timoteo 3:2,12; 5:14), así como del amor que debe caracterizar a un auténtico matrimonio cristiano (Efesios 5:25,28,33), en consonancia con el general contexto de la Biblia sobre el tema (Proverbios 18:22; 1 Pedro 3:7). Frente a la frase del ermitaño: “Estoy matando al cuerpo porque me está matando a mí” (Wright DF, “Ascetismo”, artículo en el Diccionario de Historia de la Iglesia. Editorial Caribe, USA, 1989; pág. 93-4), ya antes había sido escrito en el Nuevo Testamento: “… nadie odió jamás a su propio cuerpo, sino que lo sustenta y lo cuida, como también Cristo a la iglesia” (Efesios 5:29). Frente al propósito manifiesto de “triunfar sobre la carne mediante la oración, contemplación y mortificación” (Wright DF, “Antonio”, artículo en el Diccionario de Historia de la Iglesia. Editorial Caribe, USA, 1989; pág. 63-4), había sido también escrito por el apóstol Pablo: “Si han muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo, ¿porqué, como si vivieran en el mundo, se someten a preceptos tales como: No uses, No comas, No toques? Todos estos preceptos son solo mandamientos y doctrinas de hombres, los cuales se destruyen con el uso. Tales cosas tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría, pues exigen cierta religiosidad, humildad y duro trato del cuerpo; pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne” (Colosenses 2:20-23).

Resulta interesante en este sentido el hecho de que alrededor de cien años antes que Antonio y Pacomio comenzaran sus acrobacias ascéticas, un escrito anónimo citado por Eusebio en su Historia Eclesiástica llamaba escándalo a las prácticas ascéticas de un tal Alcibíades de Lyon.

Este cristianismo monástico que se inicia en los siglos IV y V, fue bien distinto del cristianismo del primer siglo, del ideal bíblico de vida cristiana e Iglesia, y también distinto del concepto de cristianismo que tenemos los protestantes del siglo XXI, un concepto pretendidamente basado en el Nuevo Testamento. No obstante todo esto, uno recoge la impresión de que este monaquismo fue la mejor expresión que el genio y la vitalidad de la fe cristiana pudo producir en esa época, en esa geografía, en ese momento de la historia, y en esa civilización. Cabe preguntarse si ese Imperio Romano cristianizado por decreto, un estado en decadencia y al cual le estaba llegando el tiempo de su derrumbe, habría admitido otra expresión, tal vez del tipo que nosotros conocemos y nos es más familiar, mil quinientos años después. Desmoronado el imperio y transformado su extenso territorio en un mosaico de reinos guerreros, la mayoría dominados por bárbaros incultos, y estando la humanidad a las puertas de la Edad Media, los monasterios se mantuvieron en pie como antorchas que iluminaban el desierto de una civilización en retroceso, e irradiaron orden, estabilidad, cultura y vida espiritual.

Los cristianos evangélicos deberíamos conocer estas lecciones de la historia de nuestra fe, y recoger las enseñanzas de las mismas, surgidas de las vidas de personas que, en otra época, entendieron el evangelio cristiano de una manera quizás diferente, pero que en esa comprensión que a nosotros se nos antoja extraña, entregaron todo de sí por servir a Cristo.

* Dr. Alvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista, profesor universitario y ejerce el pastorado en el Centro Evangelístico de la calle Juan Jacobo Rosseau 4171 entre Villagrán y Enrique Clay, barrio de la Unión en Montevideo.

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