Amar y enamorarse

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Por: Dr. Álvaro Pandiani*

Una canción de letra breve, de esos clásicos “coros” que se cantan en las reuniones evangélicas, habla de estar “enamorado” de Jesús. Es un coro que conocí allá por los años 80, cantado en las campañas evangelísticas de una de esas organizaciones que hacen mega cruzadas al aire libre con cientos de congregaciones cristianas. Al principio sonaba muy raro; el enamoramiento parece algo propio del idilio de una pareja de jóvenes, de un romance de telenovela, de los momentos iniciales del noviazgo entre un muchacho y una chica. El autor de la letra de esta canción corta – una letra original, es verdad – parece que quiso llevar la comunión espiritual entre Cristo y el creyente a otro nivel, presumiblemente más profundo. Aunque, si recordamos que “enamorarse” tiene mucho de emoción, de sentimientos no necesariamente permanentes, cabe preguntarse de qué clase de relación de fe estaba hablando: si del amor y la fidelidad a toda prueba del cristiano que se mantiene leal a Jesucristo en toda situación, por más adversa que sea; o de la voluble y cambiante actitud del creyente superficial y nominal – es decir, el cristiano de nombre o por costumbre – que ante la mínima dificultad o la decepción de sus ideas, de sus fantasías místicas o de sus intereses, abandona el barco y se aleja del Señor.

Volviendo a lo raro que suena el “enamorarse” de Jesús, sí hay que decir que en la vida cotidiana uno no se enamora solamente de la persona con la que luego querrá iniciar una relación, formalizar un compromiso y llegar al matrimonio. La realidad es que nos enamoramos muchas veces de muchas personas, en diversas circunstancias. Una definición de enamoramiento dice lo siguiente: “El enamoramiento, comúnmente confundido con el amor, hace referencia a un estado en el que una persona magnifica las cualidades positivas de otra y que suele tener lugar al comienzo de una relación amorosa” (definicion.de/enamoramiento/). Esta definición habla de algo que recién se mencionó: el enamoramiento es un estado emocional que se da al inicio de una relación de pareja; también tiene un detalle muy interesante: diferencia enamoramiento de amor, y expresa que ambos pueden confundirse, lo que sugiere que – según esta definición – enamoramiento y amor son cosas bien distintas. Ahora, creo que podemos prescindir de la últimas parte de esta definición; justamente, aquello del inicio de una relación amorosa. Porque, por ejemplo, es posible que una adolescente se enamore perdidamente de un cantante – su ídolo musical – y piense en él, y tenga sus fotos, y cuando hay un concierto vaya, y llore y grite por él, pero casi seguramente no habrá una relación amorosa. Lo más destacable de la definición antes citada es la referencia a que la persona enamorada magnifica las cualidades positivas de otra. El magnificar – es decir exaltar, elogiar, admirar – las cualidades positivas de otra persona, sucede a menudo con amigos, con compañeros, con algunos educadores, con algunos de nuestros mentores en diversas disciplinas; sólo que por costumbre, o por pudor, no le llamamos enamoramiento. Pero hay un sentimiento hacia la persona en quien reconocemos bondad, humildad, sabiduría, caridad. De otras dos definiciones de enamoramiento surgen elementos interesantes: “El enamoramiento es un estado emocional surgido por la alegría, en el cual una persona se siente poderosamente atraída por otra” (www.academia.edu/…/INDICADOR_ES_AMOR_ ENAMORAMIENTO); “Nos enamoramos cuando conocemos a alguien por quien nos sentimos atraídos dejamos caer frente a él o ella las barreras que nos separan de los demás” (www.encontrarse.com/notas/pvernota.php3?nnota=34182). Estas definiciones añaden cosas como la alegría que caracteriza el enamoramiento, la atracción – no necesariamente sexual – hacia la persona de quién el enamorado está enamorado, valga la redundancia, y el “dejar caer las barreras”, es decir, sincerarse y confiar en dicha persona, más que en cualquier otra. Al decir que la atracción no es necesariamente sexual queremos expresar que dicha atracción puede ir más allá de la belleza física, de lo corporal y lo biológico, e incluir lo emocional, lo intelectual, incluso lo espiritual; o sólo comprender esto último.

La Biblia habla muchísimo del amor, pero prácticamente nada del enamoramiento, por lo menos fuera del Cantar de los Cantares. Curiosamente, una de las figuras más empleadas en la Biblia para ilustrar el amor de Dios por su pueblo – es decir, por la comunidad de creyentes fieles – es el amor de pareja; concretamente, el amor matrimonial. Así, esta es la representación del vínculo espiritual de amor entre Dios y el pueblo de Israel, en el Antiguo Testamento, por ejemplo en Isaías 54:5: “Tu marido es tu Hacedor, Jehová de los ejércitos en su nombre. Él es tu Redentor, el Santo de Israel, el que será llamado Dios de toda la tierra”, y en Oseas 2:19, 20: “Te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia, juicio, benignidad y misericordia. Te desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás a Jehová”. En el Nuevo Testamento, esta imagen del amor matrimonial entre Dios y su pueblo se trasmuta en el amor de Cristo por la Iglesia – también, entendiendo la Iglesia como la comunidad de creyentes fieles – y uno de los pasajes cumbre en este aspecto es la exhortación que el apóstol Pablo dirige a los hombres respecto al amor que debe cada uno a su esposa, que se constituye en el mandato positivo, entre cristianos de que el marido ame a su mujer. Para expresar este mandato, Pablo pone como ejemplo del alcance de ese amor, de la magnitud, la entrega, la pureza y la profundidad que debe tener tal amor, justamente, el amor de Cristo por su Iglesia. En Efesios 5:25 leemos: “Maridos, amen a sus  mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviera mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuera santa y sin mancha”. Este es un pasaje bíblico muy utilizado en ceremonias de bendición matrimonial, del que, sin embargo, vamos a comentar lo que constituye el modelo del amor matrimonial: el amor de alguien que “amó, y se entregó a sí mismo” – a la muerte – por la persona amada.

La Iglesia, como organismo viviente constituido por todos los seguidores de Cristo, es una creación de Jesús. En Mateo 16:18 leemos: Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no la dominarán. Cuando Jesús de Nazaret dijo estas palabras, en los días de su ministerio público, la Iglesia como la conocemos a partir de los libros del Nuevo Testamento estaba aún en el futuro; era, podríamos decir – si se me permite – un proyecto, un sueño de Jesús, y los discípulos eran el núcleo germinal de lo que sería esa Iglesia en el futuro. Hay muy escasas menciones de la Iglesia en los evangelios. En cambio, a partir del segundo capítulo del libro de Hechos de los Apóstoles la Iglesia aparece casi constantemente. El día de Pentecostés, relatado en ese capítulo 2, cuando el Espíritu Santo vino sobre los discípulos de Jesús, que se mantenían aguardando en Jerusalén en obediencia a sus palabras, ese día ha sido llamado el del nacimiento de la Iglesia. Pero según lo que escribe el apóstol Pablo en el pasaje de Efesios antes citado, Cristo amó esa Iglesia que aún no había nacido, y se entregó a sí mismo a la muerte de cruz por ella. El propósito del sacrificio de Jesús fue una Iglesia – una comunidad de discípulos – pura, gloriosa, santa y sin mancha. Ahora, a lo largo de la historia, la mayor parte del tiempo, la Iglesia no ha sido pura, gloriosa, santa y sin mancha. Las mismas iglesias de los tiempos apostólicos tuvieron defectos y pecados, y un ejemplo de esto que rompe los ojos es el caso de la comunidad cristiana de Corinto en la cual, según puede leerse en el Nuevo Testamento, había disensiones y peleas – que llevaban incluso a demandas ante los jueces paganos – inmoralidad sexual, abusos en la celebración de la Cena del Señor – el sacramento más sagrado del cristianismo – desórdenes en las reuniones cristianas, y herejías acerca de la resurrección de Cristo. Respecto de lo que ocurriría en esa futura Iglesia que Jesús de Nazaret, en los días de su ministerio terrenal, aún no había visto nacer, podemos suponer que Él lo sabía; dado que Jesús “no necesitaba que nadie le explicara nada acerca del hombre, pues él sabía lo que hay en el hombre” (Juan 2:24, 25), es claro que Él sabía lo que vendría. Sin embargo, Jesús amó a su iglesia, y consumó por ella el supremo sacrificio; y creemos que sigue amando a su Iglesia, a pesar de todo, porque nos ama a cada uno de nosotros.

Y ahora la pregunta: ¿Y nosotros? ¿Se nos manda amar la iglesia? La respuesta a esto es obvia. Dado que el mensaje central del evangelio de Cristo es el amor, dado que se nos invita a dedicar nuestra vida a Jesucristo en fe y obediencia a su Palabra como discípulos suyos, y dado que la Iglesia es personas, gente, compañeros de camino y hermanos en la fe, debemos amar la Iglesia, porque debemos amar a nuestros hermanos y hermanas. Podemos citar varios pasajes bíblicos para apoyar esto: “Un mandamiento nuevo les doy: Que se amen unos a otros; como yo les he amado, que también se amen unos a otros” (Juan 13:34); “Esto les mando: Que se amen unos a otros” (Juan 15:17); “Ámense los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndose los unos a los otros” (Romanos 12:10); “Dios me es testigo de cómo les amo a todos ustedes con el entrañable amor de Jesucristo” (Filipenses 1:8); “Amen a los hermanos” (1 Pedro 2:17); “Este es el mensaje que han oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros (1 Juan 3:11). Indiscutiblemente, el mandato tantas veces repetido – ¿y tan pocas veces obedecido? – de amar a los hermanos y hermanas, implica el mandato de amar a la Iglesia. Ahora, uno tiene el mandamiento de amar a la Iglesia. Pero, ¿puede uno enamorarse de la Iglesia?

Recordemos que el enamoramiento es algo que no ocurre sólo en una relación de pareja. Es decir, que las características del enamoramiento: emoción, alegría, sentirse atraído por alguien cuyas cualidades positivas se magnifican, dejar caer las barreras ante ese alguien, lo que significa confiar, puede suceder con personas con las que uno no pretendería nunca iniciar una relación amorosa. ¿Y con un grupo de personas? Y no cualquier grupo, sino justamente ese grupo de personas que comparte fe, amor y esperanza en Dios, a través de su Hijo Jesucristo, el Salvador del mundo. ¿Enamorarse de la Iglesia? Es decir, sentirse atraído por ese grupo de gente; sentir alegría de ser recibido e integrado, y pasar a formar parte de una congregación – una comunidad – ante algunos de cuyos miembros, al menos, uno dejará caer sus barreras, pues va a sincerarse y confiar; y va a confiar porque los verá como “hermanos y hermanas mayores”, como modelos a seguir, como ejemplo de vida espiritual consagrada.

Ahora, como en otras áreas de la vida, el enamoramiento cede ante los desengaños que vienen al conocer  mejor y más a fondo a algunos de esos “hermanos mayores”. Esta es una realidad de la Iglesia, en la cual – como en otros grupos humanos – ideales elevados y estupendas intenciones marchan jalonados por los productos propios de la naturaleza humana, débil y pecaminosa, amén de superficial, y conformada en muchas ocasiones por apariencias hipócritas. Malos testimonios, es decir, hechos y conductas que desmienten la pretendida pureza de una vida consagrada a Dios – a veces la desmienten en forma flagrante – desaires y decepciones, desilusiones y heridas, todo eso apaga el enamoramiento inicial con ese grupo de personas, con esa nueva familia espiritual que uno había encontrado; situaciones negativas que matan ese enamoramiento inicial que, entre los evangélicos, es comúnmente llamado el “primer amor”, y que tal vez sería más apropiado llamar “primer entusiasmo”. Cuando suceden estas cosas algunos de esos creyentes, muy defraudados con los pastores, con los líderes o con toda la Iglesia, terminan retirándose. Y al dejar la congregación quedan alejados de Dios, pues aunque intenten mantener la comunión espiritual mediante la oración, la lectura de la Biblia y       hasta escuchando y cantando alabanzas, su vida espiritual se enfría y apaga, y terminan distanciados del Señor.

¿Es posible, después de pasar por experiencias tan amargas, volver a enamorarse de la Iglesia? ¿Volver a sentirse atraídos por un grupo de cristianos que sean una familia espiritual para nosotros? ¿Volver a sentir la alegría de estar entre personas a quienes consideramos hermanos y hermanas en la fe? ¿Es posible volver a ver lo positivo de un grupo de cristianos, bajar ante ellos nuestras barreras, y confiar otra vez? Indudablemente, aquel que se enfrió, se apagó y terminó distanciándose de Dios está en una triste y dura situación. Pero acaso quien se alejó, ¿se las tiene que arreglar solo, o a nosotros nos toca hacer algo? Y cuando digo nosotros, me refiero a los que aún estamos en una congregación, en la que nos reunimos semanalmente, donde cantamos y oramos, y oran por nosotros, y nos enseñan la Biblia, y nos sentimos contenidos, y apoyados, y respaldados para enfrentar la vida, y también para enfrentar la eternidad, con la esperanza que da el evangelio y con la mano amiga y fraterna de aquellos que creen como nosotros en Jesucristo. A nosotros, ¿no nos toca hacer nada?

Sí, efectivamente, el amor de los que están – de los que estamos – debe procurar que los que ya no están vuelvan a enamorarse del Señor y de la Iglesia, para hacerlos volver al camino del Señor. Positivamente está en nosotros, en los que estamos, poner en marcha el amor del Señor, para             enamorar otra vez a aquellos que se habían enfriado en su amor, y que así vuelvan a consagrarse al Señor, y vuelvan a integrarse a la Iglesia, y vuelvan a servir a Jesucristo, y vuelvan a bendecir y ayudar también a otros con el precioso evangelio de Cristo; y que vuelvan a experimentar la alegría de ser útiles a otros.

Y ante todo, tengan entre ustedes ferviente amor, porque el amor cubrirá multitud de pecados (1 Pedro 4:8). Hermanos, si alguno de ustedes se ha extraviado de la verdad, y alguno le hace volver, sepa que el que haga volver al pecador del error de su camino salvará de muerte un alma y cubrirá multitud de pecados (Santiago 5:19, 20). En resumen, hacer volver a quien se ha alejado es un acto de amor, que hace desaparecer los pecados, pues son borrados por el perdón del Señor. Que Dios nos ayude a amar, y a enamorar para Jesús a los pecadores, y también a hermanos y hermanas desilusionados y heridos, para que se unan nuevamente al Señor y a su Iglesia, a la Iglesia que Él amó, la comunidad de creyentes fieles.

Que así sea.

 

* Dr. Alvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista, profesor universitario y ejerce el pastorado en el Centro Evangelístico de la calle Juan Jacobo Rosseau 4171 entre Villagrán y Enrique Clay, barrio de la Unión en Montevideo.

2 Comments

  1. Sidney dice:

    Estimado Dr. Pandiani:
    Un tema tremendamente importante y, por lo visto, bastante generalizado; pues se produce también en España, donde resido.
    Y lo más importante es que si leemos Juan 13;15, no muchos creerán si continuaos actuando sin amor mutuo.
    Grecias por sus artículos y que el Señor lo bendiga, a usted, su familia y a toda la Radio Transmundial.
    Reciba un fraternal saludo.

  2. elrusoperes dice:

    Oración por todos nuestros compatriotas afectados por el tornado en Dolores, por los familiares de los fallecidos para que el Señor les de consuelo, por la recuperación de los heridos, por la reconstrucción de la ciudad, los hogares y la vida de todos los damnificados, en el nombre de Jesús, amén.

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