La terapia de cultivar jardines

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Por: Ps. Graciela Gares*

Parte 1:

Parte 2:

Parte 3:

No sabemos si podremos juntarnos para celebrar el final del año, ni si el 2021 traerá nuevos rebrotes de pandemias. Pero lo que sí sabemos es que todos podemos cultivar jardines, donde sea, en macetas, en el fondo de nuestra casa, en una azotea o en un balcón. Y nos beneficiaremos de los efectos terapéuticos de volver al contacto con la naturaleza y en particular con la tierra, ese material noble a partir del cual Dios diseñó nuestros cuerpos, según la Biblia. Pocas cosas permanecen inmodificadas en un año de pandemia. Una de ellas es el transcurrir de las estaciones de la naturaleza, según lo predijo Dios: “Mientras la tierra permanezca, la siembra y la siega, el frío y el calor, el verano y el invierno, el día y la noche, nunca cesarán” (Génesis 8:22)

Y pocas cosas están tan ligadas a nuestro origen como seres humanos como los jardines. El primer hombre fue colocado en un jardín para que lo cuidara y lo labrara. Luego de más de 5000 años de habitar sobre el planeta tierra (según los judíos), los jardines pueden ser nuestra salvación. Sin dudas, no nacimos para estar 24 horas del día conectados a la tecnología, inmóviles frente a una pantalla, ejecutando como único movimiento teclear de un ordenador, tablet o celular. Pero aunque sabemos que ello daña nuestra mente, nuestras emociones y nuestra salud física ¿quién logra sustraerse de encender el celular al comienzo del día, para ponerse al tanto de los sucesos del mundo (según la versión que nos quieran contar las agencias de noticias), saber cómo estará el tiempo en la jornada, ver la hora o chequear quién escribió algo en los grupos de whatsapp a los que pertenecemos?

Estrés, nerviosismo, agotamiento emocional, obesidad, cansancio visual y necesidad anticipada de lentes, son el peaje que muchos de nosotros pagamos por estar siempre conectados. Y esto no tiene marcha atrás, pero sí la posibilidad de hacernos escapes: uno de ellos, muy eficaz, es cultivar un jardín.

En su libro “Loa a la tierra: un viaje al jardín”, el filósofo contemporáneo sur coreano Byung Chul Han relata su experiencia de jardinero como un verdadero cable a tierra en medio de la desazón, la incertidumbre pandémica y el ritmo vertiginoso de la vida actual. Este filósofo, escritor de libros famosos como “La sociedad del cansancio”, “La desaparición de los rituales”, “La agonía del Eros” y “La expulsión de lo distinto”, entre muchas obras más, continúa siendo un agudo observador de la sociedad occidental, donde se ha radicado desde hace años. Vale la pena atender a sus reflexiones.

Se dice que cierto día Chul Han decidió dejar su escritorio para tener contacto físico con la tierra y crear un jardín que floreciera en todas las estaciones. Jazmín de invierno. Cerezo de flor. Eléboro negro. Acónito de invierno. Campanillas de nieve. Avellana de bruja. Forsitia blanca. Victoria amazónica. Narciso de otoño. Magnolia estrellada. Son algunas de las plantas que eligió cultivar. “Deberíamos volver a aprender a asombrarnos de la tierra, de su belleza y su extrañeza, de su singularidad –escribe Han–. En el jardín experimento que la tierra es magia, enigma, misterio. Cuando se la trata como una fuente de recursos que hay que explotar, ya se la ha destruido”.

Desde la psicología interpretamos que un jardín puede volverse un lugar terapéutico para la mente, el cuerpo y el espíritu humano. En general, debemos inclinarnos, doblegarnos para cultivarlo. Ello puede simbolizar vencer nuestras rigideces, nuestras altiveces, humillarnos un poco. Los habitantes de las grandes ciudades siempre preferimos andar erguidos, nos cuesta agacharnos. Inclinarnos – como lo hacían al saludar algunas culturas ancestrales -, tiene cierto simbolismo de humildad y cierto correlato emocional. No se logra cultivar la tierra erguidos y rígidos. Chul Han comparte que cultivar su jardín secreto le ha servido para alejarle de su ego. Y sin dudas, el primer paso ha de ser doblegar nuestro Yo. Demanda ensuciar nuestras manos con la tierra moldeable. Y ésta es una suciedad saludable, que no contamina ni perjudica.

Requiere tiempo, dejar de lado las prisas, entrar en otra dimensión del tiempo, donde nada surge de repente con solo apretar un botón. El transcurrir del tiempo cobra otra dimensión y se disfruta distinto en medio de las tareas de jardinería. “Cada planta tiene una conciencia del tiempo muy marcada, quizá incluso más que el hombre, que hoy de alguna manera se ha vuelto atemporal”, escribe Han y confiesa que el jardín lo ha llenado de tiempo y de ser. Habituarnos a aguardar que una semilla germine y una planta florezca terminaría con nuestras impaciencias, impulsividades y urgencias. Hay que dejar que la naturaleza –ese maravilloso laboratorio de la vida-, actúe y se cumplan sus procesos. Debemos respetar sus tiempos, no hay forma de manipularlos. Esto es útil para corregir rasgos prepotentes de nuestro carácter y derribar nuestras suficiencias. Pero también es una excelente terapia para desacelerar nuestro ritmo de vida actual y vivir el tiempo a escala más humana.

El mensaje del apóstol Santiago a la iglesia primitiva parecía ir en igual sentido de aprender a esperar: “Por tanto, hermanos, tengan paciencia hasta la venida del Señor. Miren cómo espera el agricultor a que la tierra dé su precioso fruto y con qué paciencia aguarda las temporadas de lluvia” (Santiago 5:7).

El labrador, para participar de los frutos, debe trabajar primero” (2 Timoteo 2:6).

Ver germinar una semilla y percibir un brote nuevo nos reconecta con el milagro de la vida, esa maravilla gratuita e invalorable, que viene de la mano de Dios y que vuelve a despertar nuestra capacidad de asombro como cuando éramos niños. Algo similar a lo que describía Jesús cuando decía a los suyos: “El reino de Dios es como un hombre que echa semilla en la tierra, y se acuesta y se levanta, de noche y de día, y la semilla brota y crece; como él no lo sabe. La tierra produce fruto por sí misma; primero la hoja, luego la espiga, y después el grano maduro en la espiga” (Marcos 4:26).

Mientras la limitada y mediocre sabiduría humana, gasta un dineral en laboratorios para inventar una vacuna que sea eficaz contra el covid, el milagro de generar vida se replica sin costo material una y otra vez desde hace milenios en cada jardín, porque así lo programó de antemano la sabiduría de Dios. ¿Qué pasaría si los científicos del mundo buscaran una revelación de Dios para poner fin a esta pandemia?

Cultivar jardines también constituye el mejor tiempo para la reflexión y la meditación. Puede aquietar nuestra mente ajetreada a diario y sobrecargada de preocupaciones y alejarnos así de las temidas crisis de pánico, tan de moda en esta postmodernidad. Es una invitación al silencio, un artículo escaso y de lujo en las sociedades contemporáneas, pero imprescindible para una buena salud mental. Para Chul Han, los tiempos de meditación silenciosa durante la jardinería le convencieron de que la tierra es una creación divina y rinde culto a Dios confesando: “Creo en Dios, en el Creador, en ese jugador que siempre empieza de nuevo y lo renueva todo (…)”. Como lo diría el escritor del libro de Romanos: “Porque las cosas invisibles de Él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas…” (Romanos 1:20).

No todos saben que pisar descalzos la tierra mientras la trabajamos, nos permite descargar toda la energía negativa (fuerzas electromagnéticas) que nuestro cuerpo acumula por estrés y por toxicidad emocional y volver a alinearnos con la carga energética sanadora de la cual está naturalmente dotada la superficie del planeta. Asimismo, el tiempo y el arte de cultivar jardines puede descomprimir la tensión nerviosa, contribuyendo a descargar nuestra agresividad a través de las abundantes terminaciones nerviosas que se hallan en las yemas de los dedos de las manos.

Para Chul Han, la digitalización de la vida actual nos ha vuelto ciegos a muchas realidades y concluye que el jardín “contiene mucho más mundo” que la pantalla del ordenador. Los tiempos que insume germinar, crecer o florecer un vegetal dan por tierra con nuestra habitual omnipotencia, pues nos llevan a admitir que hay procesos que no podemos controlar ni acelerar.

Nos alegra poder afirmar que a pesar de todo el daño que los humanos hemos causado al planeta, no hemos logrado ensombrecer el sello de la mano de Dios en la tierra. La naturaleza aún conserva su misterio, su magia, su potencial para asombrarnos y encierra el milagro de la vida en una diminuta semilla y el poder regenerador de la tierra. Ello nos convoca a meditar; no nos resistamos a ello ni lo estimemos como tiempo perdido.

¡Que Dios avive en nosotros la capacidad de volver a asombrarnos de Sus obras e inclinarnos reverentes ante la magnificencia de un amanecer, un atardecer o la hermosura y perfección de una flor cultivada por nuestras manos en un rincón de nuestras casas!

*Ps. Graciela Gares – Participa en la programación de RTM Uruguay que se emite por el 610 AM – Columna: “Tendencias” – Lunes 21:00 h

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