Todos somos Pedro

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Por: Dr. Álvaro Pandiani*

Nos vamos a referir al Pedro que fue discípulo de Jesús de Nazaret; ese Pedro. Es que el hombre se destacó. Simón el hijo de Jonás, llamado por Jesús Cefas, cuyo significa es Pedro (según Juan 1:42), tuvo una posición predominante en el primitivo grupo de discípulos de Jesús. Casi a cada momento de los relatos evangélicos la presencia de este hombre se hace notar. Originalmente presentado a Jesús por su hermano Andrés (Juan 1:41, 42), es el primero de los nombrados cuando el Maestro fue a la orilla del mar de Galilea a llamarlos con la famosa frase: Vengan en pos de mí, y los haré pescadores de hombres (Mateo 4:18; Marcos 1:16). Según el evangelio de Lucas, Pedro comprendió ante quién estaba, cuando Jesús propició una pesca milagrosa, luego de una noche de trabajo infructuoso, y fue quien se arrodilló ante el Señor, reconociendo ser pecador (Lucas 5:8). Es el primero en la lista de los doce discípulos elegidos por Jesús para estar siempre con Él (Mateo 10: 2; Marcos 3:16; Lucas 6:14). Sabemos fehacientemente que era un hombre casado, pues el evangelio menciona que tenía suegra, la cual, estando enferma, fue sanada por Jesús (Lucas 4:38, 39). Formó parte del grupo más íntimo de Jesús, y su nombre siempre sale en primer lugar: Pedro, Jacobo y Juan (la resurrección de la hija de Jairo, Marcos 5:37; la transfiguración, Mateo 17:1; la agonía en el huerto de Getsemaní, antes del arresto, Mateo 26:37). En la narrativa de los evangelios Pedro parece ser la persona más cercana a Jesús; tal vez, como diríamos hoy, él haya sido el mejor amigo del Maestro.

Algunas intervenciones notables de este hombre demuestran en él una penetración espiritual muy particular, al comprender quién era aquel a quien seguía como discípulo. Por ejemplo, cuando Jesús, tras ver cómo la mayoría de sus discípulos lo abandonaba, les preguntó a los doce apóstoles si acaso ellos también se irían, y Pedro contestó: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna (Juan 6:68); o también, cuando demostró una iluminación superior a la de sus condiscípulos acerca de la naturaleza de Cristo, al decir: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente (Mateo 16:16). Sin embargo, también demostró una penosa falta de comprensión de cuál era la misión última de Jesús, al tratar de disuadirlo para que no se expusiera a la muerte; y recibió del Maestro una dura reprimenda: ¡Quítate de delante de mí, Satanás!  porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres (Marcos 8:33).

Muchas veces se ha hablado acerca del carácter enérgico, impulsivo, y hasta atropellado de este discípulo, y la verdad que el Nuevo Testamento ofrece material para tal interpretación de su conducta. Mateo es quien cuenta algo sobre la memorable caminata de Jesús sobre las aguas, que no leemos en los otros evangelios. Según este evangelio, escrito por un testigo ocular de lo sucedido aquella noche, cuando los discípulos vieron a Jesús andando sobre el mar, lo tomaron por un fantasma, y gritaron de miedo; enseguida llegó la voz de Jesús, animándoles y avisándoles que era Él. Entonces fue Pedro quien tuvo la idea de poner a prueba a esa figura penumbrosa, de pie sobre el mar, y le dijo: Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas (Mateo 14:28); y según el texto, invitado por Jesús, Pedro se bajó de la barca y caminó sobre el agua, hasta que le dio miedo lo que estaba haciendo y comenzó a hundirse, obligando a Jesús a rescatarlo del mar. En otra oportunidad, cuando Pedro con Jacobo y Juan, acompañaron a Jesús al monte donde presenciaron la transfiguración del Maestro, los tres miraron arrobados el aspecto resplandeciente de Jesús. Según los evangelios, al que se le ocurrió decir algo fue a Pedro, quien le propuso a Jesús: Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí; y hagamos tres enramadas, una para ti, una para Moisés, y una para Elías (Lucas 9:33); el texto sagrado agrega, en el mismo versículo, que esto lo dijo no sabiendo lo que decía. El protagonismo rutilante de Pedro junto a Jesús en las historias evangélicas, y su carácter impulsivo a la vez que noble, destaca cuando, en la última cena con el Maestro, asegura estar dispuesto a dar la vida por Él (Juan 13:37), demostrando no haber comprendido todavía, incluso a esa altura de los acontecimientos, que el plan de Dios era exactamente al revés: era Jesús quien moriría por él. Pedro desenvaina su espada – tenía una espada – y ataca cuando los guardias del Templo intentan arrestar a Jesús; como resultado de este ataque, una oreja voló por los aires, y la cosa no pasó a mayores porque Jesús mismo paró a su discípulo, para luego sanar al herido, un siervo del sumo sacerdote llamado Malco. El temperamento impetuoso de Pedro aflora nuevamente cuando, luego de la muerte de Jesús, recibe la noticia acerca de la resurrección de su Maestro, y su reacción es correr hacia el sepulcro, acompañado por Juan; y aunque superado por su compañero más joven, cuando éste se detiene en la puerta de la tumba, Pedro entra como una tromba, para corroborar que, efectivamente, el cuerpo de Jesús ya no estaba allí. Y otra vez, ya días después de la resurrección de Cristo, cuando estando con otros seis discípulos a bordo de una barca en el mar de Galilea, Jesús apareció en la orilla; entonces Pedro se arrojó al agua, presumiblemente para nadar hasta donde estaba el Maestro (Juan 21:7).

Uno de los momentos culminantes de esta historia evangélica que tiene al apóstol Pedro como un actor de reparto muy cercano al genuino protagonista, también tiene que ver con los sucesos de la semana de la pasión de Jesucristo; sobre todo, los días más significativos: el jueves de la última cena y el viernes de la crucifixión. Pedro destaca por un hecho negativo, cometido por él en los momentos más críticos de la historia de la salvación. Si hubo, en esta historia, un Judas Iscariote que traicionó a Jesús, hubo un Pedro que lo negó; es decir, que negó conocerlo, y tener nada que ver con Él. Ese mismo discípulo, que en el huerto de Getsemaní desenvainó y arremetió contra quienes venían por Jesús, tal vez pensando que el Mesías aplastaría allí mismo a sus enemigos, cuando fue confrontado a reconocer ser partidario de Jesús de Nazaret y miembro del grupo de sus seguidores, lo negó; y su negativa fue haciéndose cada vez más violenta, conforme las personas que lo habían reconocido como discípulo del nazareno insistieron en ello (Entonces él comenzó a maldecir, y a jurar: No conozco al hombre; Mateo 26:74a). Cumplida la tercera negación, el relato dice que cantó el gallo, tal como Jesús había predicho; y sólo Lucas nos ofrece un dato adicional: en ese momento, Pedro estaba al alcance de la mirada de Jesús (Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro; y Pedro se acordó de la palabra del Señor, que le había dicho: Antes que el gallo cante, me negarás tres veces; Lucas 22:61). Esa mirada debe haber sido paralizante para aquel hombre, convertido de pronto en un pusilánime y cobarde.

Es posible que Pedro, viendo a Jesús indefenso en manos de sus enemigos, estuviera preguntándose en ese mismo momento discípulo de quién había sido los pasados tres años. Pedro siguió a Jesús hasta el patio de la casa del sumo sacerdote judío para ver el fin (Mateo 26:58). Tal vez esperaba ver si Jesús asumiría finalmente su rol de Mesías libertador, y se libraría con su poder de todos sus oponentes. Al comprobar que eso no sucedía, puede haberse cuestionado la fe que antes había puesto en el Señor. Su cobardía, demostrada al negar al Maestro, pudo haber nacido de esa incertidumbre; quizás experimentó la sensación de que no valía la pena correr la misma suerte que aquel a quien creyó el Mesías, pero que estaba demostrando no ser nadie. Su fe flaqueó, muy probablemente, al punto de casi desmoronarse.

¿Qué poder tuvo aquella mirada de Jesús? Si vamos de menos a más, era la mirada no sólo del Maestro al que había seguido, sino también de su amigo; un amigo al que estaba negando conocer y, por lo tanto, en cierta forma, también estaba traicionando. Es posible que esa mirada le recordara todos los milagros y maravillas que había visto hacer a Jesús, y le hiciera rememorar tantas palabras de vida eterna dichas por Él. También es posible que esa mirada le trajera a la memoria aquella revelación que él había sido tan valiente de proclamar delante de sus condiscípulos (Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente; Mateo 16:16); y también, que ese hombre le había anunciado que eso mismo que estaba sucediendo, sucedería. Dos evangelios coinciden en que Pedro, yéndose de allí enseguida, lloró amargamente (Mateo 26:75; Lucas 22:62).

¿La negación de Pedro fue asunto de una muy humana cobardía, ante la violencia extrema que habían finalmente mostrado los enemigos de Jesús? ¿O fue algo más trascendente, una lucha espiritual y una verdadera crisis de fe, de esa fe rudimentaria que los primeros discípulos de Jesús tenían en su Maestro? El siguiente pasaje bíblico puede dar una pista al respecto. En Lucas 22: 31 – 34 leemos: Dijo también el Señor: Simón, Simón, Satanás los ha pedido para zarandearlos como a trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos. Él le dijo: Señor, estoy dispuesto a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte. Y él le dijo: Pedro, te digo que el gallo no cantará hoy antes que tú niegues tres veces que me conoces. Empezando por el final, Jesús sabía que Pedro lo negaría. El primer problema que nos ofrece este relato es que, según leemos en el mismo Nuevo Testamento, quien niega a Jesús será negado por Él en el día final. El propio Jesús dijo: A cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre que está en los cielos (Mateo 10:33); y el apóstol Pablo, más escuetamente, escribió: Si le negáremos, él también nos negará (2 Timoteo 2:12b). Sin embargo, Jesús muestra en este pasaje – y lo más importante, lo demuestra con hechos – que negarlo, como tantas otras situaciones que configuran pecado, puede ser perdonado, si hay arrepentimiento. ¿Qué acontecía en el mundo espiritual, en aquella noche tan oscura? Al dirigirse a Pedro, Jesús comienza con una afirmación estremecedora: Satanás, el enemigo espiritual del pueblo de Dios, había pedido poder zarandear a los discípulos. Es decir que había solicitado permiso para tener la libertad de zarandear, en otras palabras, sacudir, pero también producir intranquilidad, provocar inestabilidad y quitar la paz de aquellos individuos. Es necesario destacar dos puntos de este breve relato. Primero, que Satanás pidiera poder zarandearlos significa que estaba a lo que Dios le permitiera o no hacer, según el plan de su eterna y sabia voluntad. El diablo no podía hacer lo que quisiera con los discípulos. ¿Por qué es importante esto para los cristianos? Porque de igual modo, el diablo no puede hacer lo que quiera con los hijos de Dios. Como pasó con Job, sólo si hay un plan de Dios, Él permite la prueba. En segundo lugar, tenemos la intercesión de Jesús; Jesús dijo que había rogado por Pedro. Y esto también es significativamente importante para los creyentes hoy en día, porque Jesús, de igual forma, ruega por nosotros; como escribió el apóstol Pablo en Romanos 8:34: ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. Así que, Jesús rogó que la fe de Pedro se mantuviera firme; Él dijo: que tu fe no falte (o que no te falte la fe).  

Pero también tenemos un encargo, de parte de Jesús, a Pedro. El Señor le dijo a su discípulo que una vez vuelto, confirmara a sus hermanos; es decir, que confirmara en la fe a sus condiscípulos. ¿Qué quiso decir Jesús con eso de una vez vuelto? Evidentemente, se refería al momento en que Pedro se volviera a la fe en Jesús, a cuando volviera a creer en el Señor. Pero también puede entenderse como el proceso interno que sufriría el apóstol, por el cual se volvería, o giraría hacia Jesús, o cambiaría de pensamiento respecto al Señor, luego de haber flaqueado en la fe. En otras palabras, al proceso de arrepentimiento que Pedro debería atravesar, luego de casi haber perdido la fe y haber negado al Señor. Esto es interesante, porque el arrepentimiento, y la fe en Jesús, son la clave para el perdón. Así que ese Pedro arrepentido y nuevamente fortalecido en la fe en Jesús, debía confirmar a sus condiscípulos. Pedro era quien debía ayudar a sus amigos del grupo de apóstoles a mantenerse firmes en la fe, pese a los difíciles momentos que pasarían, y a los tiempos que vendrían, tan distintos de los tres años que habían pasado junto al Maestro.

Qué curioso, que Jesús encomendara a Pedro confirmar en la fe a los demás. ¿No podía ser que sucediera, que los otros discípulos pensaran: pero éste fue el que le negó? ¿No pensarían Juan y Jacobo y Andrés y Mateo y los demás, éste fue el tipo que primero anduvo diciendo que moriría junto al Maestro, y después se acobardó y negó tener nada que ver con Jesús? Sin embargo, la realidad dice que no sólo Pedro, sino también los discípulos, todos le negaron (Mateo 26:56: todos los discípulos, dejándolo, huyeron). 

Entonces, en resumen, Pedro fue un tipo noble, con muy buenas intenciones, pero que cuando se dio de cara contra la realidad, una realidad de oposición violenta y prueba difícil de superar, su fe falló, y se acobardó. Pero tuvo la oportunidad de arrepentirse, y no la desaprovechó. Y de esa prueba, salió fortalecido.

Todos somos Pedro, en algún momento de nuestra vida. Y en los momentos más difíciles, más críticos y más amargos de nuestra existencia, podemos fallar, debilitarnos y acobardarnos, y flaquear en la fe. Todos somos Pedro, y todos somos como el resto de los discípulos. En un momento de bonanza y tranquilidad – y durante un arrebato de fervorosa emoción – podemos creernos capaces de los más heroicos sacrificios por la familia, por los amigos, por la gente que nos importa, y nosotros los creyentes, por el Señor. Y luego flaqueamos y nos desmoronamos ante la prueba y la adversidad. Entonces, ¿qué nos queda? ¿Qué hacer, o cómo levantarnos otra vez?

Pues, recordar que Jesús, así como rogó por Pedro y pensó en la restauración de sus otros discípulos, también ruega e intercede por todos; por los creyentes, y por aquellos que a través del arrepentimiento y la fe llegan a ser, cada día, sus discípulos. Y que, aunque caigamos en pecado, nos espera, y espera nuestro arrepentimiento, nuestra vuelta hacia Él, para perdonarnos y darnos un lugar en su obra. Y también, hacer nuestra parte, mirando con amor, compasión y misericordia a nuestros semejantes, ayudando a fortalecer su fe cuando han flaqueado, o a que nazca la fe en el corazón del que no la tiene. Y si quien viene a ayudarnos y fortalecernos es aquel que nos parece que flaqueó más que nosotros, recibir tal ayuda, recordando a Pedro, a sus condiscípulos y amigos, y sobre todo al Señor, que en su amor entregó su vida por cada uno de nosotros, y en su sabiduría nos dejó el ejemplo de una comunidad en la que debía imperar el amor fraternal, humilde, misericordioso, y siempre presto a socorrer al otro, cuando flaqueara su fe.

Que así sea.

* Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista, profesor universitario y ejerce el pastorado en el Centro Evangelístico de la calle Juan Jacobo Rosseau 4171 entre Villagrán y Enrique Clay, barrio de la Unión en Montevideo.

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