No trates de suicidarte – Parte 1

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Por: Dr. Álvaro Pandiani*

Una vieja canción del grupo británico Queen, Don’t try suicide, dice en su estribillo: “No intentes suicidarte, a nadie le vale. No intentes suicidarte, a nadie le importa. No intentes suicidarte, sólo vas a aborrecerlo. No intentes suicidarte, a nadie le importa un bledo”. La urgencia e insistencia con que este tema musical insta a una persona no nombrada (aparentemente una mujer) a no intentar el suicidio, si se interpreta literalmente la letra, sugiere que el compositor escribió la canción quizás motivado por la situación real de una persona, tal vez un conocido, alguien cercano a él, que pensaba seriamente en quitarse la vida. Más allá del tono superficial y reiterativo, y con alguna expresión grosera deslizada con naturalidad – después de todo, es la letra de una canción, no un tratado sobre el tema – más allá de eso, destaca el interés puesto por el autor en que el/la potencial suicida no concrete su intento; y ese interés contrasta con la afirmación reiterada en el estribillo: “a nadie le importa”. En la época actual, en la que podemos inscribir esta canción pues fue popularizada hace casi treinta y cinco años, suena cruel e impensable decir que la desesperación de un potencial suicida – que le empuja a considerar seriamente terminar con su vida – no le importe a nadie. El carácter impensable de tal actitud se verifica en que las personas, al menos la mayoría de personas decentes, ante un potencial suicida, reacciona intentando ayudar al mismo, tratando de disuadirlo, y/o procurando que reciba asistencia institucional especializada.

La noción de lo decente y adecuado de brindar ayuda a quien está en situación tan extrema surge de un convencionalismo social casi obligatorio y políticamente correcto; su origen puede buscarse en una amplia gama de motivaciones que van desde sentimientos individuales de compasión y sincero interés por el bienestar del prójimo, a compromisos institucionales públicos y privados sustentados en las ideas de solidaridad y defensa del derecho a la vida y la salud de todos. Por supuesto, como en otros temas, cuando al sentir individual se contrapone el deber institucional, cabe preguntarse cuanta solidaridad y compasión alberga el corazón – mente, afectos, voluntad, lo que cada uno prefiera – de los actores del esfuerzo por llevar ayuda al suicida. En cuanto a aquel que voluntariamente se interesa en hacer algo a favor de su prójimo, la pregunta parece superflua; si no le importaran la vida y el bienestar del otro, no haría lo que hace. Con respecto a quienes participan del esfuerzo institucional por llevar ayuda a las personas en esta situación, sí cabe la interrogante acerca de si, en lo profundo de su ser, realmente se compadece de – e interesa por – aquellos a quienes está dirigido su trabajo. Claro, alguno dirá, si el potencial suicida es ayudado, qué importa lo que el funcionario realmente siente. Que se nos disculpe por poner énfasis en esto, pero como cristianos estamos acostumbrados a poner el acento en la motivación última y real de una obra u acción. Y también podríamos decir que aquello que se hace cuando uno está convencido de lo bueno y beneficioso de hacerlo – podríamos decir también, aquello que se hace con amor – sale mejor.

Sin embargo, pese a lo delicado del tema, y lo complejo del abordaje actual del mismo, sobre todo en lo mencionado respecto a las políticas de ayuda y asistencia dirigidas a personas con este problema, me interesa en esta ocasión orientar la reflexión en otra dirección. Me interesa hacerlo mirando hacia la institución que nos representa a los cristianos, en forma administrativa y como comunidad de creyentes: la Iglesia. Pero así como no es el objetivo de este comentario repasar los condiciones a las que, hoy en día, se atribuye el origen de la idea suicida, o su concreción – sea enfermedad psiquiátrica, convicción de fracaso personal, sentimientos de soledad, rechazo o culpa, debacle económica irreversible, u otras – tampoco es la meta pasar revista a aquellos esfuerzos que desde las instituciones cristianas se hacen para auxiliar a las personas que juegan con la idea de quitarse la vida, han llegado a pensar en un método concreto para suicidarse, o incluso lo han intentado (tanto se desprenda de la gravedad del método utilizado que el acto sólo es un llamado de atención y pedido de ayuda, como que la intención auténtica del individuo es realmente acabar con su vida). El enfoque en esta oportunidad es el de qué ha dicho la Iglesia históricamente sobre el suicida y el suicidio, cómo ha sido tradicionalmente el proceso de respuesta institucional e individual ante el suicida, cuál la perspectiva doctrinal producida por el pensamiento cristiano, y fundamentalmente qué punto de vista se ha mantenido respecto a un aspecto del tema que la modernidad racionalista marginó, por impopular, perimido y políticamente riesgoso, pero que ronda los pensamientos del creyente y del no creyente, cuando un suicida es catapultado por su propio acto contra sí mismo hacia el otro mundo, si es que hay otro mundo. El aspecto que trata sobre cuál es la suerte eterna de la persona que acabó con su vida. En otras palabras, vamos a intentar, bien que brevemente, una teología del suicidio; es decir, definir qué creemos, quienes creemos en Dios y en lo escrito en la Biblia, acerca del destino final del hombre o la mujer que, por distintos motivos que juzgaron sin solución ni salida, se quitaron la vida. En síntesis, qué creemos sobre el destino eterno del suicida, y cuáles son las bases de tal creencia.

Así que, para empezar, pregunté a una veintena de personas, familiares, amigos y conocidos, algunos pastores y otros no, de diferentes iglesias evangélicas, acerca de qué creían y qué se les había enseñado sobre el destino eterno de alguien que se hubiera suicidado. Quienes contestaron – no fueron todos – dieron respuestas variadas; no faltó una respuesta atípica, como la de quién dijo que si el suicida estaba “en Cristo”, es decir era creyente en Jesucristo, y como Juan 3:18 dice que quién cree no es condenado, aún el suicida sería salvo. Pero la contestación que predominó fue que el suicida va al infierno; aunque en este concepto no faltaron matices, como que Dios es misericordioso, que se deben tener en cuenta las circunstancias – como desesperación o enfermedad mental – para evaluar un acto así, o directamente que no podemos juzgar. Debo decir que mi creencia personal sobre este tema, desde mi infancia en colegio católico y luego por casi treinta años como evangélico, siempre fue que el suicida comete un pecado del cual ya no puede arrepentirse ante Dios, y por lo tanto está condenado. Hasta que experimenté la necesidad de revisar ese concepto. Y es importante que tengamos claro qué pensamos del suicidio, no sólo en lo psicopatológico y social – tema de especialistas – sino como eventuales consejeros desde nuestra fe cristiana, si somos llamados para ayudar tanto a quién juega con la idea de autoeliminarse, como a quienes lloran a un ser querido que acabó con su vida. La respuesta predominante en la breve y modesta compulsa hecha por mensaje de texto desde mi celular, evidencia la enseñanza tradicional sobre el tema en la Iglesia Protestante; una enseñanza heredada de la Iglesia Católica. Y como toda enseñanza a ser creída por la Iglesia, los evangélicos debemos buscar su base en las Sagradas Escrituras.

Ese fue un quebradero de cabeza para mí durante muchos años, cada vez que pensaba en este tema: dónde dice en la Biblia que quien se suicida comete un pecado imperdonable, y por lo tanto se va al infierno. Para los agnósticos y ateos esto puede ser intrascendente, pero los creyentes evangélicos que aman la Palabra de Dios pueden comprender cuán perturbador puede llegar a ser creer algo que te ha sido enseñado en la iglesia, pero no saber cuales son las bases bíblicas de tal doctrina. Siendo así, hay que empezar diciendo que no existe en la Biblia un mandamiento que diga explícitamente: “no te suicidarás”, o un pasaje del Antiguo o Nuevo Testamento que declare categóricamente que quien se quita la vida comete un pecado de muerte para el cual no hay perdón, y por lo tanto va a la eterna condenación. El suicidio no aparece en el listado de “obras de la carne” que da el apóstol Pablo en Gálatas 5:19-22; obras que – la Escritura dice – quienes las practican “no heredarán el reino de Dios”. Tampoco aparece en la lista de cosas que hacen aquellos que fueron entregados a una mente depravada por no querer tener en cuenta a Dios, según se lee en Romanos 1:28-32; cosas que – la Escritura dice – el juicio de Dios sobre quienes las practican es que son dignos de muerte. El suicidio no aparece allí, aunque sí el homicidio, y éste fue un elemento importante para el desarrollo de la doctrina en la Iglesia Antigua y Medieval. Porque sí hay un mandamiento – el sexto – que dice: “No matarás” (Éxodo 20:13), y el suicidio, en cuanto homicidio de sí mismo, fue considerado históricamente por la Iglesia – y otras religiones – como un crimen. También, al considerarse que Dios es el autor y dueño de la vida del hombre, el disponer el ser humano de su propia vida suicidándose, se contempló tan grave y pecaminoso como el tomar la vida de otro. Pero aquí estamos hablando ya de interpretaciones, no de afirmaciones claras y explícitas de la Biblia sobre lo criminal del suicidio ante Dios. Entonces, ¿habla la Biblia del suicidio?

En realidad, la Biblia contiene en varios de sus libros, que constituyen registros históricos de las experiencias de individuos y comunidades, el relato de cómo algunas personas se quitaron la vida, la mayoría en el Antiguo Testamento. Los más destacados: Sansón, quién vencido y hecho prisionero por los filisteos, sus enemigos de toda la vida, en el momento de mayor humillación clamó a Dios por que le fuera restaurada aquella fuerza sobrehumana que le había dado tantas veces la victoria, y derribando el templo del dios Dagón, se mató a sí mismo y a sus enemigos (Jueces 16:30). Saúl, el primer rey de Israel, derrotado y perseguido por los filisteos, se arrojó sobre su espada, y su escudero lo imitó, quitándose ambos la vida (1 Samuel 31:4,5). Ahitofel, consejero del rey David, luego afiliado a la sublevación de Absalón, quién se ahorcó cuando comprendió que la rebelión a la que se había unido estaba condenada al fracaso (2 Samuel 17:23). Zimri, un comandante militar de Israel que conspiró contra su rey, al cual asesinó, quitándose luego la vida cuando el ejército eligió otro rey y fue por él (1 Reyes 16:18). De estos casos, destaca el de Ahitofel, por ser un suicidio cometido no en el fragor del combate y la derrota militar, para evitar la captura y humillación de ser reducido a la condición de prisionero, o algo peor; Ahitofel tuvo tiempo para irse desde la capital hasta su pueblo, poner en orden su casa – así lo dice el texto sagrado – y luego ahorcarse. En el Nuevo Testamento aparece el único caso de Judas Iscariote, de quién se dice que “arrojando las piezas de plata en el Templo, salió, y fue y se ahorcó” (Mateo 27:5); es probable que este caso se asemeje al de Ahitofel, en cuanto se trata de individuos defraudados y desesperados, que disponen de tiempo para pensar en su situación altamente comprometida y sin salida, tal que sólo ven como escape la opción del suicidio, el que ejecutan previa planificación.

Lo interesante es que en cada uno de estos casos, ninguno de los escritores sagrados que los refieren ofrecen una valoración moral del hecho, ni una indicación de cómo Dios habría visto o juzgado el suicidio, orientada a sentar doctrina al respecto. Esto no deja de ser llamativo, si se tiene en cuenta la enseñanza que predicó la Iglesia durante su tiempo histórico; enseñanza que aún hoy se mantiene, aunque con muchos matices fruto de la consideración de aspectos médicos y sociales, además de los estrictamente teológicos. Ese silencio de la Biblia sobre el valor moral del suicidio – sobre cómo Dios lo ve y juzga – debe también interpretarse, aunque ese sea un terreno riesgoso (si interpretar lo que la Biblia dice da lugar a debates, a veces encendidos debates, cuánto más interpretar lo que la Biblia no dice). Sin embargo, ese silencio bíblico acerca de un juicio divino sobre el suicidio y quién lo comete, no es auspicioso; por lo menos, a mí no me lo parece. Basta ver cuál era la condición moral y espiritual de aquellos que se quitaron la vida: Sansón, un hombre nacido para ser héroe, consagrado a Dios desde su nacimiento, que perdió el favor del cielo a causa de su sensualidad y sus vicios carnales. Saúl, otro elegido de Dios, abandonado por su obstinación y desobediencia, que cayó tan bajo como para practicar un rito espiritista prohibido al final de su vida. Ahitofel, hombre de confianza de David, el rey elegido por Dios, culpable de alta traición contra su soberano. Zimri, un asesino, también culpable de alta traición. Y Judas Iscariote, convicto de la peor traición que la historia pueda nunca registrar. En la próxima entrega nos vamos a detener en las creencias históricas y actuales de la Iglesia sobre el suicidio, así como acerca del destino eterno de quienes se quitaron la vida. Pero al terminar esta primera parte, parece prudente recomendar que también los cristianos ayudemos en la prevención del suicidio, actuando con misericordia, paciencia y compasión a favor de las personas que están en tal situación límite, no sólo por el elevado valor intrínseco de la vida humana, sino porque creemos en la continuación de la existencia consciente tras la muerte física, tal como claramente enseña la Biblia, y como vimos, el silencio de la Palabra de Dios acerca del destino eterno de los suicidas no es, como dijimos, para nada auspicioso.

 

* Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 h por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario.

Lea y escuche aquí: No trates de suicidarte – Parte 2

Lea y escuche aquí: No pienses en suicidarte – Parte 3

2 Comments

  1. […] Lea y escuche aquí: No trates de suicidarte – Parte 1 […]

  2. Carlos dice:

    Nuevamente el Dr. Alvaro Pandiani plantea un tema controversial, y para ser sincero me parece estupendo que lo haga.
    Está muy claro el silencio bíblico al respecto, pero también está muy claro el sexto mandamiento. La expresión “No matarás” (a secas ) según quién la lea puede llegar a ser muy amplia en su significado. A primera lectura se puede inferir: “Muy bien, no puedo matar a ninguna persona; ah ¡ yo soy persona por ende no me puedo matar ” . Pero la expresión no es muy explícita por lo cual también se puede pensar: “Muy bien, el sexto mandamiento me dice que no puedo matar, y como todo lo que tiene vida puede ser matado por ende no podré matar a una vaca, o un cordero, o una araña, o una serpiente, al fin y al cabo también son parte de la obra del creador”.
    A mi criterio el suicidio viene fuertemente asociado el sexto mandamiento y por efecto cascada, el sexto mandamiento tiene encadenados muchos otros temas muy interesantes para el debate y la reflexión. En el párrafo anterior hice mención al matar animales, pero… ¿Qué hay cuando Dios ordena ir a la guerra contra otras naciones? Samuel 15:3 “Así que ve y ataca a los amalecitas ahora mismo. Destruye por completo todo lo que les pertenezca; no les tengas compasión. Mátalos a todos, hombres y mujeres, niños y recién nacidos, toros y ovejas, camellos y asnos.” Y yo pregunto: ¿Es que hay circunstancias en las cuales Dios me permite o me obligue a matar como en Samuel 15:3 ? También en Éxodo 21:12 se puede leer: “El que hiera a otro y lo mate será condenado a muerte.” Parece que Dios prevé ciertas circunstancias en las cuales uno puedo desobedecer al sexto mandamiento y matar en paz y además no tener piedad.

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