Vida cristiana, ¿cumplir o compartir?

Enseñando la honestidad
14 junio 2022
La fuerza de nuestros pensamientos
16 junio 2022
Enseñando la honestidad
14 junio 2022
La fuerza de nuestros pensamientos
16 junio 2022

Por: Dr. Álvaro Pandiani*

El Nuevo Testamento contiene el relato de las impresiones que la experiencia cristiana de encuentro con Jesucristo produjo en un hombre como Pablo de Tarso; pero el apóstol Pablo está lejos de ser el único. Y no sólo eso: siendo el Nuevo Testamento parte de lo que consideramos Palabra de Dios, es autoritativo, no sólo en forma directa en aquello que expresamente manda (o prohíbe), sino también en aquello que muestra o exhibe como el ideal que Dios quiere o desea para el individuo, la iglesia, la sociedad y el mundo.

La vida cristiana es una experiencia vital que parte del encuentro revolucionario con Jesucristo, y que prosigue mientras continúa el tiempo de vida que Dios nos da sobre la tierra, y mientras no nos desviemos rebelde y caprichosamente del camino trazado por Jesús de Nazaret para nosotros como discípulos suyos. Con respecto a la vida cristiana una clara alternativa, casi podría decirse una encrucijada, se presenta a cada individuo casi desde el inicio de su andar en la fe, casi desde el inicio del cristianismo. La disyuntiva de enfrentar la vida de fe como un compartir, o como un simplemente cumplir. Comparamos el andar en la fe como un camino, siguiendo ejemplos bíblicos como por ejemplo Jeremías 6:16 (“Paraos en los caminos, mirad las sendas, y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino”), y Hechos 24:14 (“Pero esto te confieso: que según el Camino que ellos llaman herejía, así sirvo al Dios de mis padres”); hablar de la fe y la vida cristiana como un “camino” es una figura muy popular entre los cristianos evangélicos. En este contexto, enfrentar la vida de fe como un compartir sería andar por la senda de la vida junto a Cristo, por el camino por el que Él nos invita a caminar, a su lado, en una relación o comunión constante, ininterrumpida, en la que Él es el maestro y nosotros los discípulos, discípulos que aprenden cosas más importantes que matemáticas, física, química o biología; discípulos que aprenden a tener vidas fructíferas, que son de bendición para los demás, y no a arruinar sus vidas y las de quienes les rodean. Una relación en la que nosotros somos pecadores arrepentidos, hombres y mujeres que han depuesto el orgullo y reconocen ser malos, y no merecer nada bueno sino sólo la perdición; y Él es el Salvador que voluntariamente por amor paga al precio de su vida nuestro rescate de la condenación. Una relación en la que Él es Señor, Dueño Todopoderoso de todo, y nosotros sus seguidores, ovejas de su prado, hijos en la familia del Padre Celestial. En suma, una relación de entera consagración, separados voluntariamente de las corrientes egoístas de este mundo, para dedicarse por entero a Cristo, su voluntad y sus propósitos de amor.

El Nuevo Testamento expresa en formas múltiples y magníficas esa relación vital entre Cristo y sus seguidores. Así por ejemplo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20); “El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:14, 15); “para mí el vivir es Cristo y el morir, ganancia. Pero si el vivir en la carne resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger. De ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseos de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1:21 – 23). El escritor Henryk Sienkiewicz, novelista católico romano de nacionalidad polaca, parece captar ese elemento interno de gran inmensidad, que transforma la religión de cumplir en una relación de compartir, al describir las impresiones del tribuno militar romano – pagano – Marco Vinicio, cuando asiste a una reunión nocturna de cristianos en las afueras de Roma, en la que predica el mismísimo apóstol Pedro. Sienkiewicz escribe en su novela Quo Vadis: “Vinicio había visitado una multitud de templos de la más variada estructura, en el Asia Menor, en Egipto, y en la misma Roma; habíase familiarizado con muchas religiones de diversa índole y escuchado varios de sus himnos; mas aquí veía por primera vez que tales himnos eran una especie de llamamiento hecho a Dios por sus adoradores, no con el propósito de llevar a efecto una ceremonia en algún ritual prescrita, sino como una emanación que procedía de lo infinito, y con acentos semejantes a los de un hijo que se dirigiese en ademán de súplica a su padre o a su madre. Necesario era ser ciego para no ver que aquellas gentes no sólo rendían homenaje a Dios, sino que también le amaban con toda su alma”.

Siempre, a lo largo de la historia del cristianismo existió esa tendencia a reducir – o rebajar – la vital relación espiritual compartida entre Dios y el hombre, a una religión más en la que lo importante es cumplir. Cumplir requisitos, cumplir reglamentos eclesiásticos, cumplir ceremonias y rituales prefijados. Ya en la era apostólica ciertos elementos cristianos provenientes del judaísmo procuraron someter a los cristianos procedentes del paganismo a la observancia de las leyes religiosas judías, desvirtuando de este modo la gracia no merecida (valga la redundancia) de Dios, que ofrece salvación al que recibe con fe su amor demostrado en Jesucristo. Esto se hace evidente al contrastar, por ejemplo, Juan 3:16 (“De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna”), y Romanos 6:23 (“la paga del pecado es muerte, pero la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro”), con lo escrito en Hechos 15:1: “algunos que venían de Judea enseñaban a los hermanos: si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés no podéis ser salvos”, y 15:5: “algunos de la secta de los fariseos, que habían creído, se levantaron diciendo: es necesario circuncidarlos y mandarles que guarden la ley de Moisés”. En uno de los libros del Nuevo Testamento más significativos a este respecto, la epístola del apóstol Pablo a los Gálatas, este hombre se levanta como campeón de la nueva fe, una fe que rompe con las reglas de la religión judaica; resulta sugestivo que hasta el día de hoy los judíos ortodoxos consideran al apóstol Pablo como un renegado y traidor a la religión de Moisés. Pablo dice: “Estoy asombrado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente” (Gálatas 1:6); con estas palabras hace referencia a la rápida degeneración de la fe cristiana fundamentada en una relación con base en el amor misericordioso de Dios, la cual es sustituida por lo que llama “un evangelio (o doctrina) diferente”, refiriéndose al intento de obtener lo que Dios ofrece “gratuitamente por su gracia” (Romanos 3:24), ganándolo, por así decirlo, por la observancia de leyes religiosas. Las siguientes palabras abundan en esta referencia, al tiempo que expresan la perplejidad de Pablo ante esta actitud de aquellos a quienes primero había predicado el evangelio de la gracia que conduce a una relación vital con Jesucristo: “¡Gálatas insensatos! ¿Quién os fascinó para no obedecer a la verdad, a vosotros ante cuyos ojos Jesucristo fue ya presentado claramente crucificado? Esto sólo quiero saber de vosotros: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el escuchar con fe?” (Gálatas 3:1, 2). Aquí no hay ningún desmedro de la Ley de Moisés, base de la religión judaica y Palabra de Dios revelada en el Antiguo Testamento; lo que se halla aquí es la revelación del Antiguo Testamento colocada en su justo lugar. Por eso Pablo escribe: “¿La ley contradice las promesas de Dios? ¡De ninguna manera! Porque si la ley dada pudiera vivificar, la justicia sería verdaderamente por la ley. Pero la Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuera dada a los creyentes” (Gálatas 3:21, 22); según esto, la Ley de Moisés constituía una preparación, una forma de religión preliminar para conducirnos a la relación espiritual con Dios, como el apóstol escribe a continuación: “pero antes de llegar la fe, estábamos confinados bajo la Ley, encerrados para aquella fe que iba a ser revelada. De manera que la Ley ha sido nuestro guía para llevarnos a Cristo, a fin de que fuéramos justificados por la fe” (Gálatas 3:23, 24). Debido a todo esto el apóstol Pablo hervía de indignación ante el intento de deformar la fe cristiana, degradándola a una religión de cumplir, otra vez.

Desafortunadamente, pasada la era apostólica, desaparecido el último de aquellos hombres que conocieron a Jesús, anduvieron con Él y echaron los cimientos del cristianismo, esa tendencia latente emergió y creció. Elisabeth Elliot, en su libro La libertad de la obediencia (citado por Charles Swindoll en El despertar de la gracia, página 57), presenta la lista de instrucciones que se le entregaba a un joven que quisiera convertirse a Cristo, y así abrazar el cristianismo, en el transcurso del siglo II; ante la pregunta ¿qué es lo que debo abandonar?, la respuesta era la siguiente: “para empezar, la ropa muy colorida; libérate de todo lo que haya en tu guardarropa que no sea de color blanco. Deja de dormir con una almohada mullida. Vende tus instrumentos musicales y no comas más pan blanco. Si realmente eres sincero en tu deseo de obedecer a Cristo, no puedes darte duchas tibias ni afeitarte la barba. Afeitarse es ofender a aquel que nos creó, es intentar mejorar su obra”.  Estas eran las recomendaciones, incluso dos siglos antes que el cristianismo triunfara sobre el cúmulo de religiones paganas que pululaban en el Imperio Romano, en el siglo IV, cuando por decreto imperial todos los habitantes del imperio debieron abandonar sus dioses, sus filosofías, sus creencias, mitos y supersticiones, y concurrir en masa a las iglesias – aún paganos de corazón – para recibir el bautismo y ser adoctrinados en la religión cristiana.

Ahora, Jesús dijo a Nicodemo: “Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7). Este nuevo nacimiento es, en el pensamiento de Jesús, el inicio de una nueva vida, y así sigue siendo en el pensamiento de los apóstoles (2 Corintios 5:17; Santiago 1:18; 1 Pedro 1:23; 1 Juan 3:9). A partir del siglo IV – según los historiadores cristianos – el desarrollo de la religión cristiana, en los aspectos prácticos que tienen que ver con su extensión entre las gentes, llega al extremo de considerar cristiano a cualquiera que, habiendo nacido en una tierra cristiana, y habiendo sido bautizado con arreglo a las costumbres y a los detalles del rito, concurra a la iglesia cada domingo y sepa rezar el Padrenuestro y recitar los diez mandamientos. El Dr. Reinhold Seeberg, teólogo luterano alemán e historiador del dogma, que desarrolló su ministerio a fines del siglo XIX y principio del siglo XX, dice en su obra que ya a fines del primer siglo de la era cristiana, y en el transcurso del siglo II, se advertía en los escritos doctrinales de los más tempranos padres apostólicos tales como Clemente, Ignacio, Policarpo, Papías – algunos de ellos discípulos de los apóstoles – el concepto del evangelio cristiano como una nueva ley, en este caso, una ley religiosa; una legislación divina con la cual cumplir para estar a cuentas con Dios. Y el luteranismo de Seeberg se palpa en el comentario específico sobre cada uno de aquellos hombres de la antigüedad, en la manera cómo los califica según el grado de comprensión al que llegaron de la doctrina de la justificación por la fe. La justificación por la fe es la doctrina magna de Martín Lutero, la que transformó a este melancólico monje que vivía acosado por una conciencia culpable y sumido en el terror ante la expectación de enfrentarse a Dios como Juez, en un fogoso adorador de Cristo, que en una época de sanguinaria intolerancia religiosa comprometió su vida, exponiéndose a la muerte por amor a la verdad de la Palabra de Dios. Esos cambios, esas transformaciones, como la de Lutero, como la de Agustín de Hipona, como la de Francisco de Asís, como la del gran paradigma bíblico de todo esto, Pablo de Tarso, son – en primer lugar – representativas de lo que sucedió y sucede (y sucederá) en la vida de incontables individuos, cuyos nombres quizás no queden registrados por la historia humana, pero relumbran en la eternidad ante los ojos de Dios.

Y son también las que nos muestran el abismo que hay entre la religión cristiana cuya esencia es cumplir, en la cual Cristo es como un Juez severo que impone un cargamento fastidioso de leyes, reglamentaciones, prohibiciones y detalles que transforman la vida en una existencia melancólica, aburrida, y en continua y desamparada lucha contra las tentaciones de un mundo lleno de brillo, alegría, placer y sensualidad, vedados sin que uno sepa bien por qué. Y por otro lado la fe cristiana en la que Cristo es un amigo fiel, el mejor, sino el único; un amigo noble, desinteresado, que se solidariza con nuestra desgracia y se identifica con nuestra condición; un Salvador, que entrega todo lo suyo, aún su vida, por cada uno de nosotros, sin esperar recibir nada sino sólo nuestra confianza, nuestra entrega y nuestro amor; un amigo siempre presente en nuestros pensamientos, caminos, circunstancias adversas que nos rodean, o emociones que nos sacuden por dentro. Un Perdonador, maravillosamente misericordioso, al cual acudir cada vez que nuestra conciencia está herida, sabiendo que aún más herido está Él por nuestro pecado, pero que perdona lo que nosotros mismos no nos podemos perdonar, y quita el inaudito peso de la culpa, diciendo de los que genuinamente se han arrepentido “nunca más me acordaré de sus pecados ni de sus maldades” (Hebreos 8:12). Tal es la distancia entre cumplir con la religión, y compartir la vida de fe con Jesucristo.

Lo que se ha robado a generaciones enteras de creyentes en cuanto a alegría sana y plenitud de vida en Cristo, al imponérseles la religión con la cual cumplir, no tiene nombre por lo nefando, grosero y diabólico.

Las palabras de Jesús “yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10), en más de una oportunidad quedaron reducidas a un misterio incomprensible, por la pesadez del reglamento eclesiástico que debe seguirse puntillosamente; o a una condición inalcanzable, por la suposición de la existencia de un estado de felicidad casi extraterrena que nuestra debilidad humana no nos permite lograr; o a una burla grotesca, pues observar la religión cristiana se vuelve una vida deprimente. La plenitud de vida en Cristo se vuelve una existencia melancólica y gris; el gozo de la salvación se cambia en el pavor de un futuro incierto más allá de la tumba, donde el Supremo Juez decidirá, no sabemos bien qué, sobre nuestro destino eterno. La religión de cumplir no es patrimonio de un tipo de iglesia cristiana, sino que puede darse en todas las confesiones cristianas (en el siglo II no existía la distinción catolicismo – protestantismo, y ya se había hecho presente). La religión de cumplir no atrae; muchos no quieren ni acercarse, sino que se alejan, yendo tras el brillo, la alegría, el placer y la sensualidad de este mundo. Y al alejarse de la religión, dejan de creer; o cuando la conciencia los acusa, buscan argumentos filosóficos, psicológicos o científicos para no creer. Otros son sinceros en sus dudas, pero los que buscan a Dios son los menos, pues temen enrolarse en la religión triste y gris. Y cuando los conflictos, las crisis y desgracias golpean a las puertas, buscan desatinadamente en las oficinas y consultorios de las ciencias y las letras; y cuando estas fallan, se dirigen aún más desatinadamente a los altares del paganismo y la superstición.

Estos son los frutos de ignorar lo que significa compartir la vida con Cristo por la fe, cada día.

* Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 h por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *