Lea el libro

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Por: Dr. Álvaro Pandiani*

 

En una entrevista sobre la publicación de su libro El amor en los tiempos de cólera, un periodista preguntó a Gabriel García Márquez algunos detalles de la novela, y el escritor se limitó a contestarle: lea el libro. Con una sonrisa insinuada en el rosto y gesto amable, con actitud que invita y estimula, le dijo dos veces: lea el libro. Esta entrevista la vi por televisión hace muchos años, pues la novela mencionada se publicó en 1986. Siempre recuerdo esas palabras; más allá del contenido de la novela, más allá del valor literario del libro –tenido en muy alta estima, así como el autor– la sencilla invitación a leer conmueve por el valor que la palabra escrita ha tenido y tiene como vehículo de conocimiento, de sabiduría, de cultura y civilización; y también como vehículo de revelación. De uno de los personajes cumbre de la historia cristiana, Agustín de Hipona, se cuenta que, siendo un joven de vida libertina, un día estaba escondido en cierto lugar, donde aguardaba a una mujer casada con la que tenía un amorío; mientras esperaba allí, escuchó una voz que le dijo “toma y lee”. Allí donde estaba, Agustín encontró un ejemplar de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos, un libro del Nuevo Testamento de la Biblia, y los pocos versículos que leyó precipitaron en él una crisis, de la que salió transformado en otra persona; se convirtió en alguien que dedicó su vida a Dios, el resto de sus días. Ahora, ¿quién dijo “toma y lee”? Algunos dicen que fue una voz sobrenatural, otros que fue un niño que jugaba allí cerca, sin saber que el joven Agustín estaba escondido próximo a él. De lo que no cabe duda es que la invitación a leer fue la que desencadenó un cambio en un individuo que vivía en forma inmoral, el cual por su fe en Dios se volvió un pensador cristiano enormemente influyente en la historia de occidente.

Varias religiones del mundo tienen su libro sagrado. Las más destacadas, sin embargo, son tres: el judaísmo, con sus Sagradas Escrituras, conocidas entre los cristianos como el Antiguo Testamento; el cristianismo, con la Biblia, que une al Antiguo Testamento judío el Nuevo Testamento de Jesucristo; y el islam, con el Corán. De estas, el pueblo judío ha sido conocido como “el pueblo del libro”. Un artículo interesante, que tiene justamente ese título, El pueblo del libro, explica el porqué de esta forma de llamarlos; dice, muy concretamente: “El judaísmo es único ya que a cada uno de los judíos le ha sido ordenado el saber la Torá”(1). Y agrega que lo primero que se le enseña a cada niño judío es la siguiente frase: “La Torá fue comandada a nosotros a través de Moisés y es la herencia de cada judío”(1). La Torá es la Ley de Moisés, los primeros cinco libros del Antiguo Testamento. Pero otra fuente, también judía, dice que: “En un sentido más amplio, puede aludir al cuerpo total de las enseñanzas y leyes judías”(2). Así que, si habla en un sentido más amplio, el judío que se refiere a la Torá, está hablando del cuerpo de Sagradas Escrituras del judaísmo. Y la primera fuente bibliográfica citada agrega algo muy interesante: “La Torá fue pensada para todo el mundo. No es el dominio exclusivo de alguna clase sacerdotal”(1). El judío que escribe este artículo no desperdicia la oportunidad de abrir fuego contra el cristianismo, representado en su visión por la iglesia católica romana; pocos renglones después de afirmar que, para los judíos las escrituras sagradas de la Torá son de todos, y no pertenecen exclusivamente a la clase sacerdotal, dice: “Es interesante observar que el Vaticano, por el contrario, tuvo una lista de libros prohibidos hasta no demasiados años atrás. El libro número uno en esa lista era la Biblia – los cinco libros de Moisés. Decían que era peligroso para la fe y por lo tanto prohibido para el estudio”(1). Además de que su mención a los cinco libros de Moisés –de Génesis a Deuteronomio– debemos interpretarla como que están incluidos en la Biblia –lo cual es así– lo que dice el autor del artículo es cierto; la iglesia romana creó el llamado Índice de Libros Prohibidos a mediados del siglo XVI, el cual siguió publicándose hasta la década del sesenta del siglo XX, cesando su publicación por decisión del Concilio Vaticano II (3). También es cierto que la lectura de la Biblia –Antiguo y Nuevo Testamento– estuvo prohibida durante muchos cientos de años para el pueblo llano, estando disponible solamente en latín, para los clérigos que supieran leer y supieran latín. La Reforma Protestante del siglo XVI, con su redescubrimiento de la Biblia, recuperó las enseñanzas de Jesús y los apóstoles, en un tiempo en que, como dice un historiador: “La Biblia no era de circulación autorizada”(4). Un precursor de aquel movimiento espiritual de reforma de hace quinientos años, Erasmo de Rotterdam, teólogo y humanista que publicó una edición del Nuevo Testamento en griego, escribió en el prólogo del mismo: “Discrepo, en efecto, vehemente de quienes no quieren que las Sagradas Escrituras, traducidas a la lengua del pueblo, sean leídas por los laicos, como si Cristo hubiera enseñado cosas tan intrincadas que apenas pueden ser comprendidas por unos pocos teólogos, o como si la defensa de la religión cristiana estuviera en ser desconocida”(4). Es una gran contradicción de la historia de la fe cristiana, que la historia del judaísmo no registra, que quienes no querían que las Sagradas Escrituras de la Biblia fueran leídas por los laicos –es decir, leídas por todo el pueblo– fueran, justamente, los ministros religiosos, los hombres de iglesia. Una de las peores lecciones que nos da la historia de la iglesia, es que la clase sacerdotal se apropió del libro sagrado de la fe cristiana –la Biblia– y se arrogó el derecho de interpretarlo y enseñarlo a un pueblo al que no se le permitía leerlo. Tal vez se diga que en la edad media pocos sabían leer, y es verdad; también se podría decir que muchos de los ministros religiosos de la época tampoco sabían leer, y los que sí sabían, no se ocuparon en enseñar a leer a sus feligreses. Las palabras de Erasmo de Rotterdam, un personaje no tan conocido de los días de la Reforma, son muy interesantes; él se refiere a esa negativa a dejar que todos leyeran la Biblia, diciendo que esto era así como si la defensa de la fe cristiana estuviera en ser desconocida. El mantener en desconocimiento del pueblo las Sagradas Escrituras, en realidad tenía por efecto defender los privilegios de la clase sacerdotal. Muy agudamente, Erasmo expresa: “Tal vez sea bastante acertado que se guarden los secretos de los reyes. Pero Cristo desea que los suyos sean divulgados todo lo que sea posible”(4). La fina ironía del humanista, que habla de los secretos de los reyes, puede interpretarse como referida a las cosas turbias de los gobernantes políticos de su tiempo, pero también podría interpretarse como una velada alusión a los altos dignatarios de la iglesia, cuyos secretos “sería acertado” guardar. Lo mismo podría decirse de los gobernantes de hoy en día: sus secretos sería mejor que no salieran a la luz; sería mejor para ellos, aunque en realidad el pueblo clama por honradez y cristalinidad en la administración de la cosa pública. Erasmo confronta a los grandes personajes de cada momento de la historia con Jesucristo, quien desde el fondo de una historia de dos mil años invita a leer las Sagradas Escrituras con expresiones tales como: “Escudriñen las Escrituras; porque a ustedes les parece que en ellas tienen la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39), y la maravillosa afirmación que ha trascendido su contexto original: “Conocerán la verdad, y la verdad los hará libres” (Juan 8:32). Frente a los secretos turbios de los que están en el poder, Jesús de Nazaret no tiene nada que esconder. No es necesario esconder la Biblia frente a la crítica textual; no es necesario esconderla frente al cientificismo, ni frente al racionalismo más feroz, ni tampoco frente al ateísmo más agresivo. Porque la Biblia es una verdad de Dios, entregada al género humano, que tienen la capacidad de transformar la vida de quien deposita su fe en ella. Qué paradójico es que la misma iglesia que durante cientos de años negó las Sagradas Escrituras al pueblo, veneró a alguien como Agustín de Hipona, que fue transformado en otra persona por la lectura del Nuevo Testamento.

Los cristianos evangélicos de la actualidad, ¿predicamos la Biblia, o también hemos empezado a esconderla?

Recuerdo que, cuando comencé a congregarme en una iglesia evangélica, siendo un adolescente de diecisiete años, antes del mes de estar asistiendo, alguien de allí me regaló una Biblia; y me estimuló a leerla. No me dijo literalmente lea el libro, pero sí me alentó en la lectura. También recuerdo los estudios bíblicos de cada jueves, llevados adelante por un pastor joven, que profundizaba en temas bíblicos, guiándonos a leer un versículo tras otro, en distintas partes del Libro, para hacernos comprender lo que Dios dice en su Palabra sobre diferentes temáticas. Y asimismo recuerdo cómo en las reuniones de jóvenes, muchos de quienes –varones y chicas– llevaban ya un tiempo en el camino del evangelio, dialogaban y discutían sobre diversos temas de la vida cotidiana, apoyando sus argumentos con versículos y párrafos de la Biblia; el manejo de la Biblia de los jóvenes de aquel momento me impresionaba. Lo que sucedió fue que caí en una iglesia que leía la Biblia, en la que se estudiaba la Biblia, donde se enseñaba la Biblia. En aquel tiempo decir esto habría sido una perogrullada; hasta uno de afuera habría dicho: y sí, muchacho, es una iglesia evangélica, te van a predicar la Biblia.

La predicación expositiva de la Palabra de Dios, y el estímulo a la lectura bíblica cotidiana por parte de cada creyente, eran rasgos distintivos propios del cristianismo evangélico, tal como lo conocí hace tantos años atrás. Yo, en aquel tiempo, no sabía nada de doctrinas, ni de teología bíblica y sistemática, ni tampoco de la recuperación de la Biblia para todo el pueblo como legado de la Reforma Protestante; todo eso vendría después, con el estudio de la teología y la historia de la iglesia, un estudio subsidiario al estudio de la Biblia. Porque lo que a mí me quedó claro desde un principio, fue que la Biblia debía ser mi libro de cabecera, mi cuaderno de notas, mi mapa para el camino de la vida, mi guía para las situaciones cotidianas, mi apoyo en los momentos difíciles, mi camino para encontrar a Dios y conocerle. Nos resultaban inspiradores párrafos de las Escrituras como los contenidos en el Salmo 119: “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra” (v. 9); “¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación” (v. 97); y, sobre todo, un pasaje de este salmo, muy conocido por cualquier creyente evangélico: “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (v. 105). Por supuesto, el carácter inspirador, sensibilizador, incluso transformador, de estas palabras, se vincula con la fe personal. La aparición y el desarrollo de una fe viva y verdadera, de esa fe que mueve a buscar a Dios, a sacudir las viejas estructuras de la vida que uno ha llevado, a procurar el perdón y la renovación que traen una nueva oportunidad, hace que la Palabra de Dios deje de ser letra escrita en papel, y cobre vida para nosotros. Y, a su vez, la Palabra de Dios alimenta la fe, y es lo que puede llegar a despertarla en el corazón del no creyente, según Romanos 10:17: “La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (“La fe viene como resultado de oír el mensaje, y el mensaje que se oye es la palabra de Cristo”, NVI; “La fe nace al oír el mensaje, y el mensaje viene de la palabra de Cristo”, DHH). Así que la Palabra de Dios alimenta la fe, y la fe hace viva para nosotros la Palabra de Dios. La fe y la Palabra de Dios forman un círculo virtuoso, que nos da la oportunidad de ser una nueva persona, y nos guía en el camino, para que sepamos cómo ser esa nueva persona en Cristo.

Un párrafo revelador del Nuevo Testamento acerca de lo que sucedería en tiempos posteriores a los apostólicos (el primer siglo de la era cristiana) es el de 2 Timoteo 4:3-4, en el cual se lee: “Vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas”; este pasaje, en la traducción DHH tiene una versión clarificadora: “Va a llegar el tiempo en que la gente no soportará la sana enseñanza; más bien, según sus propios caprichos, se buscarán un montón de maestros que sólo les enseñen lo que ellos quieran oír. Darán la espalda a la verdad y harán caso a toda clase de cuentos”. Este anuncio profético no es necesariamente apocalíptico; ya sucedió en la edad media, que las personas –supuestamente cristianas– hicieron caso a toda clase de cuentos acerca de santos y santas, y de milagros y visiones, y de poderes contenidos en reliquias y símbolos, y con todo eso debieron alimentar su fe, porque eso es lo que les daba como enseñanza cristiana la clase sacerdotal del momento. Porque, como ya se dijo, esa clase sacerdotal ocultó la Biblia, reservándosela para sí, y negándosela al pueblo.

¿Han vuelto esos tiempos, en nuestras iglesias evangélicas? ¿La predicación expositiva de la Biblia está siendo sustituida en los púlpitos por relatos y cuentos? ¿Estamos dando más énfasis a los llamados “cultos de alabanza y testimonio” que a la enseñanza bíblica? ¿Priorizamos el relato de los que “Dios hizo en mi vida”, poniéndolo en lugar del anuncio de lo que Cristo hizo por todos? ¿Ocupamos tiempo del púlpito en contar visiones nocturnas, y sueños, y novedosas revelaciones, o en pedir dinero, en lugar de leer y predicar la Palabra de Dios?

Quiera Dios ayudarnos, para que todos los creyentes evangélicos, herederos de aquella Reforma del siglo XVI que rescató la Biblia para todos, nos apliquemos en la lectura del libro sagrado de Dios, y en su predicación, y en su enseñanza, en cada reunión; en cada culto, en cada oportunidad que estemos juntos como iglesia, como hermanos y hermanas en Cristo, para que se cumplan aquellos nobles anhelos apostólicos: “Que la palabra del Señor corra y sea glorificada” (2 Tesalonicenses 3:1), y “La palabra de Cristo more en abundancia en ustedes, enseñándose y exhortándose unos a otros en toda sabiduría” (Colosenses 3:16a).

Que así sea.

 

1) https://www.aishlatino.com/h/sh/sinai/48420687.html
2) https://www.tora.org.ar/que-es-tora/
3) Vila S, Santamaría DA. Índice de Libros Prohibidos. En: Enciclopedia Ilustrada de Historia de la Iglesia. Editorial Clie; España; 1979. Pág. 380.
4) op cit, Pág. 111-114.

 

 

Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 h por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario.

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