Por: Dr. Álvaro Pandiani*
Necesitan sobresalir. Esto no es solo con los cristianos, también con otros religiosos. Quieren fama y dinero. Lo anterior es parte del comentario furibundo de un lector, dejado hace años en un artículo sobre el servicio cristiano, sobre vivir una vida de sencillo servicio en el nombre de Jesús. Ya utilizamos las palabras de este lector en otra oportunidad, en la columna La caridad egoísta; y como nos ha pasado varias veces, los comentarios de los lectores proporcionan tela para cortar en más de un tema. En este caso, afirmaciones como necesitan sobresalir, y quieren fama, referidas a líderes religiosos, que en el contexto del tema que ahora tratamos –la gloria del hombre– cabe que nos preguntemos si no es aplicable casi a cada persona. Para no exagerar, podemos proponerlo como interrogantes a meditar: ¿quién no albergó alguna vez, en un rincón de su corazoncito, el deseo de sobresalir, de ser reconocido públicamente, de ser elogiado y aplaudido? ¿Qué persona que es, como la inmensa mayoría de los seres humanos, un perfecto don nadie, no quiso o no experimentó la necesidad de alguna vez alcanzar la fama, para ser admirado, respetado, envidiado, y tal vez hasta idolatrado por sus semejantes? Si alguno dice que no, que eso no le interesó nunca, ni le mueve ni le motiva, es muy respetable; aunque, como ya quedó dicho, quienes conocemos lo veleidoso de la naturaleza humana, nos permitimos dudar de semejante asepsia en un ser humano, en cuanto al deseo y la necesidad de –alguna vez– sobresalir, y tener fama.
El apóstol Juan escribió: “Todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo” (1 Juan 2:16). El término clave de este pasaje, a propósito del tema en cuestión, es vanagloria. ¿Qué es vanagloria? Etimológicamente, fama “vacía”, o esplendor “vacío”; pero una definición como la siguiente echa algo más de luz: “Petulancia o presunción de un individuo respecto a sus acciones o al valor que se autoadjudica”1. Entonces, esa gloria es vacía porque no es un reconocimiento de quienes rodean al individuo, sino una jactancia personal; jactancia que se codea con la arrogancia, y que evidencia la necesidad de esa persona de sobresalir, de obtener fama, reconocimiento y admiración de los demás. El apóstol Juan afirma que en el cosmos (palabra del original traducida “mundo”), es decir, en el universo de lo creado por Dios, pero aparte y alejado de Dios, entre otras cosas hay vanagloria; la vanagloria de la vida. Por supuesto, estamos hablando de moralidad y espiritualidad humana, no de cosmos en el sentido físico de la ciencia. Entonces, en el mundo hay individuos que presumen ser alguien, hayan o no hayan alcanzado grandes logros, o realizado buenas acciones, que los hagan dignos de ser reconocidos por la gente. La vanagloria no es, por lo tanto, una cuestión de si la persona hizo algo merecedor de reconocimiento público, sino de la actitud que asume ante los demás. Una actitud de jactanciosa arrogancia, una actitud de total falta de humildad. Y resulta que la arrogancia siempre es mal vista, mientras que la humildad siempre es bienvenida. Además, la humildad de alguien que alcanzó grandes logros o realizó buenas acciones, dignas de elogio y fama, causa mucho agrado y buena impresión en las personas. Esto es casi un axioma de las relaciones humanas, y tiene muy pocas excepciones.
En la Biblia hay algunos ejemplos que merecen ser considerados. En el libro de Hechos se menciona un personaje recordado por la historia sagrada como Simón el mago. Acerca de este individuo, en Hechos 8:9 se lee que en la ciudad de Samaria: “Había un hombre llamado Simón, que antes ejercía la magia en aquella ciudad, y había engañado a la gente de Samaria, haciéndose pasar por algún grande”;y recalca que todos los habitantes del lugar: “le estaban atentos, porque con sus artes mágicas les había engañado mucho tiempo” (v.11). El texto bíblico aquí no aclara si se trataba de un mago que conjuraba algún tipo de poder sobrenatural, o de un simple farsante que utilizaba trucos de feria o de kermesse, para engañar a la gente. Sin embargo, la lectura del relato deja el sabor de que este Simón no era más que un tramposo que usaba artimañas de prestidigitación, con el objetivo de hacerse pasar por algún grande. Parece que el individuo tenía la necesidad de sobresalir, ante los ojos de sus conciudadanos; y parece que era bueno en el arte del engaño, porque el texto bíblico dice que todo el mundo le prestaba atención y decía: “Este es el gran poder de Dios” (v.10). Hiciera esto Simón para sacar algún beneficio económico –como lamentablemente han hecho a lo largo de la historia y hasta el presente los embaucadores religiosos– o lo hiciera simplemente por la necesidad de sentirse admirado, su negocio se terminó cuando los primeros predicadores cristianos llegaron allí. Cuando el diácono Felipe –llamado el evangelista– llegó a Samaria y predicó allí el evangelio de Cristo, el mismo Simón creyó, y llegó a bautizarse. Luego se pegó a Felipe, quien predicaba con el respaldo de Dios, tal que se producían milagros de sanidad de enfermedades y expulsión de demonios, lo que tenía pasmado al mago. Pero lo que superó a Simón fue ver cómo, con la llegada de Pedro y Juan desde Jerusalén, los nuevos creyentes recibían el Espíritu Santo mediante la imposición de las manos de los apóstoles. Evidentemente, la llenura del Espíritu Santo se acompañaba de alguna señal externa, probablemente –aunque el texto no lo dice– la misma que en Pentecostés: el hablar en lenguas. Este Simón, en vez de procurar él también la llenura del Espíritu Santo, quiso tener el poder de conceder el Espíritu Santo que –a sus ojos– parecían tener Pedro y Juan, y les ofreció dinero para tener él también ese poder. La reprensión del apóstol Pedro ante este despropósito de Simón –durísima– termina con unas palabras muy interesantes: “en hiel de amargura y en prisión de maldad veo que estás” (v.23). Simón, aunque había creído y se había bautizado como cristiano, en su interior aún estaba preso de su deseo egoísta y su necesidad mezquina de ser reconocido y admirado, de ser elogiado, y tal vez hasta reverenciado por los demás.
De este Simón toma nombre el delito religioso, muy común durante gran parte de la edad media, que constituyó una verdadera plaga para la iglesia: la simonía, la compra por dinero de cargos eclesiásticos, sobre todo obispados, para disfrutar –el comprador– de las prebendas y beneficios que tal cargo confería al titular, en las épocas en que la iglesia tenía un gran poder secular (político, económico, etc.). Simonía viene del nombre de aquel individuo enfermo de vanagloria, cuyo objetivo en la vida fue hacerse pasar por algún grande; tanto, que desaprovechó la oportunidad de salvación brindada por el evangelio de Jesucristo. Quizás porque no comprendió que la gloria del hombre no es nada, comparada con la gloria de Dios, porque Dios es el único digno de recibir honor y poder.
Para ver otro caso bíblico paradigmático de hombres buscando la gloria, hay que dirigirse al Génesis. Hablamos de la historia del intento humano por llegar al cielo, la construcción de la torre de Babel. Como pasa con muchas historias de los primeros capítulos del Génesis, el racionalismo ateo y la ignorancia displicente del agnóstico trata este relato como leyenda con contenido moral; y eso pasa, aunque la arqueología ha identificado un zigurat llamado Etemenanki, localizado en la antigua Babilonia, como la torre de Babel bíblica. En cualquier caso, el relato de la torre de Babel es una magnífica lección acerca del orgullo humano que pretende elevarse hasta el trono de Dios, y las consecuencias destructivas de dicho orgullo. En Génesis 11:4 leemos que los hombres se dijeron unos a otros: “Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra”. La expresión clave aquí, en relación al tema, es hagámonos un nombre; es decir, como se lee en la traducción DHH: “nos haremos famosos”. En otras palabras, se propusieron hacer algo digno de gloria ante los ojos de sus semejantes; de los contemporáneos, y de los que vendrían después, ya que el nombre o fama que ganaran perduraría, aunque fueran esparcidos por la faz de toda la tierra. Entonces, lo que pretendían era una gloria perdurable, que perpetuara su nombre, aunque ellos ya no estuvieran. Ya hablamos acerca de la terrible perspectiva de que, tras la muerte, se cumpla lo que está escrito en Eclesiastés 9:5 donde se lee: “Los muertos nada saben, ni tienen más paga; porque su memoria es puesta en olvido”. Hablamos de morir y caer en el olvido; que nadie nos recuerde por nada, cuando ya nos hayamos ido. Esa es una horrible perspectiva. O que nadie nos recuerde por algo bueno que hayamos hecho; eso no es mejor.
Desafortunadamente para aquellos que pretendieron construir una torre cuya cúspide llegara al cielo, y para todos los que por vanagloria o deseo de gloria buscan la gloria, la gloria del hombre es perecedera; más tarde o más temprano, la gloria alcanzada desaparecerá. El texto bíblico con el cual cerramos la primera parte de esta reflexión dice: “Toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; mas la palabra del Señor permanece para siempre” (1 Pedro 1:24, 25). Aquí el apóstol cita Isaías 40:6, 8; el versículo no citado (el 7), omitido por Pedro en su epístola, dice: “La hierba se seca, y la flor se marchita, porque el viento de Jehová sopló en ella; ciertamente como hierba es el pueblo”. En otras palabras, siguiendo la metáfora establecida en el texto profético, la vida humana se seca, es decir muere y desaparece, y la gloria que pueda haber alcanzado el ser humano se marchita, envejece, pierde vigor, y decae hasta consumirse; en suma, también desaparece. Y eso sucede porque el “viento del Señor” pasa sobre los seres humanos, llevándose la grandeza, la fama, el honor y esplendor alguna vez obtenidos, arrastrándolos hasta diluirlos en la nada. ¿Qué es ese viento del Señor? ¿Una acción directa de Dios, como la confusión de lenguajes entre los que construían la torre de Babel? Podría ser. Pero también podría ser, simplemente, el paso del tiempo; el devenir del tiempo que arroja todas nuestras mejores experiencias y logros en la gran bolsa del pasado y la historia, y las va dejando cada vez más atrás, haciendo que sea progresivamente más difícil recordar aquellos logros, y aquellas experiencias.
La reflexión a propósito de la gloria del hombre, y la ambición de gloria de algunos, nos ofrece una lectura distinta de un pasaje del Antiguo Testamento: “Él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo. El hombre, como la hierba son sus días; florece como la flor del campo, que pasó el viento por ella, y pereció, y su lugar no la conocerá más” (Salmo 103:14-16). Otra vez aparece aquí la comparación de la vida de un ser humano con la fragilidad de una flor, que un simple viento puede arrancar y hacer desaparecer, hasta que incluso se borre su recuerdo. Pero antes, dice que Dios conoce nuestra condición –es decir, Él sabe que somos simples mortales– y se acuerda que somos polvo, materia que se disgrega con el tiempo, y termina por desvanecerse. El punto es: nosotros, ¿recordamos que somos polvo? Al respecto de la gloria del hombre, otra afirmación del Antiguo Testamento resulta reveladora: “Comer mucha miel no es bueno, ni el buscar la propia gloria es gloria” (Proverbios 25:27). Así como un atracón de cosas dulces no hace bien, tampoco hace bien, ni es bueno, buscar la propia gloria. Lo que dice el proverbio, en síntesis, es: buscar la propia gloria no es gloria. ¿Cómo se entiende eso de que buscar la propia gloria no es gloria? Porque es vacía, porque no satisface y, además, porque es perecedera. ¿Entonces? Entonces, es mejor buscar la gloria de Dios. Esta es la sencilla recomendación dada por el apóstol Pablo a los creyentes, contenida en 1 Corintios 10:31, donde leemos: “Háganlo todo para la gloria de Dios”.
Un episodio relatado en el evangelio nos da una pauta clara de cómo hacerlo todo para la gloria de Dios. Es uno de esos pasajes en que aparece la manifestación física de la gloria ultraterrena del Creador: la transfiguración de Cristo, durante la cual la apariencia física de Jesús de Nazaret cambió. El relato dice que “resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz” (Mateo 17:2). Por supuesto, esta manifestación sobrenatural atemorizó a los discípulos que estaban allí con Jesús: Pedro, Jacobo y Juan (v.6). Sin embargo, Pedro intervino, pretendiendo que él y sus dos condiscípulos podían hacer unas enramadas, es decir, chozas, para Jesús y para las apariciones de Moisés y Elías que le acompañaban (v.4). ¿Quiso Pedro, en ese momento, tener algún tipo de protagonismo? Quién sabe. Pero enseguida viene la respuesta clave: “Mientras él aún hablaba, una nube de luz los cubrió; y he aquí una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; óiganlo a él” (v.5). La clave es oír a Jesús; oír y aprender, oír y obedecer, oír y creer, oír a Jesús y seguirle; no empecinados en la frustrante y vacía persecución de la propia gloria, la fama, el reconocimiento o la admiración de los demás, sino entregados con pasión y dedicación a buscar la gloria de Cristo, siendo ejemplo de vida fiel y consagrada, y llevando en palabras y en actos el mensaje del evangelio que salva a todo aquel que cree con fe sincera. Mostrando que Jesucristo verdaderamente está en nosotros, para enseñar el camino de perdón y salvación a otros, y cumpliéndose además en nosotros lo escrito por el apóstol Pablo: “Cristo en ustedes, la esperanza de gloria” (Colosenses 1:27). Cristo en nosotros alienta en cada uno la esperanza de gloria; de una gloria imperecedera, que satisface el ansia eterna del alma, porque es la gloria de Dios.
Que así sea.
1) https://definicion.de/vanagloria/
Leer “La gloria del hombre – Parte 1”
Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 h por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario.
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