dioses inexactos

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El ciclo ficticio, sexta parte.

Por: Dr. Álvaro Pandiani*

Una de las novelas más famosas del género de la ciencia ficción, escrita en los años sesenta del siglo 20, fue 2001, una odisea del espacio, del autor británico Arthur C. Clarke. Clarke también fue uno de los guionistas de la película homónima, dirigida por Stanley Kubrick, que se estrenó en cines en 1968, antes incluso que la publicación del libro. La repercusión que tuvo esta película fue formidable; mayor que la de la novela. Al respecto de esto, es muy llamativo que, por ejemplo, hoy en día, en YouTube, pueden encontrarse videos que explican el final(1), (2) –un final muy complicado de entender, es cierto– siendo que quien lee la novela entiende perfectamente de qué se trata. Sobre 2001 se dice que “se trata de un film extraño”(3), pero que “ser tan extraña no le impidió instalarse de un modo impresionante en la cultura popular”(3). Según los entendidos cinematográficos, 2001 fue pionera en varios aspectos: usar el espacio exterior como escenario; utilizar el silencio del espacio para crear suspenso; el diseño de las naves espaciales, que fue realista y esmerado; los efectos especiales, particularmente los visuales, que usaron técnicas nuevas, incluyendo efectos generados por computadora, en la década de 1960. Destaca en este aspecto el viaje a través de la galaxia que hace el astronauta David Bowman a velocidades hiperlumínicas, que fue comparado con una experiencia psicodélica, y que generó la anécdota –o leyenda– que dice que, tras lo que parecía un fracaso las primeras semanas en cartel, la película explotó en la taquilla cuando los hippies acudieron en masa a verla3. Fundamentalmente, 2001 demostró que la ciencia ficción podía ser adulta; no “para adultos”, sino adulta, por la temática, y por la forma seria, elaborada y épica que esa temática había sido tratada.

2001 es una historia que se cuenta desde un pasado a tres millones de años antes de nuestra era, cuando los antepasados del ser humano no eran más que monos luchando por la supervivencia, hasta un futuro ubicado temporalmente en un año que ya pasó, sin que la astronáutica haya alcanzado los logros previstos en la novela, por lo que ese futuro todavía está en el futuro. La postura filosófica del autor de la novela, un ateo convencido y aguerrido, es evidente desde el inicio. La novela y la película comienzan en ese pasado remoto de la Tierra, con una tribu de simios que representan la especie más prometedora del planeta, en cuanto al desarrollo de inteligencia. La teoría de la evolución es refrendada en esa primera parte de la historia, llamada “El amanecer del hombre”. La inteligencia primitiva de estos peludos ancestros humanos, es estimulada a desarrollarse mediante una intervención externa que llega desde el cielo, aunque esta intervención no es divina, sino venida del espacio cósmico. Se trata de seres extraterrestres desconocidos, que llegan de lugares ignotos de la galaxia, con propósitos benéficos para con la especie primitiva que, millones de años más tarde, culminará su desarrollo en el ser humano. Pero extraterrestres dispuestos, en cierta forma, a imponerle sus propósitos a esa especie. Este es un tema recurrente en la obra de Arthur Clarke: extraterrestres benevolentes que vienen para ayudar, pero que usan su poder superior para que esa ayuda sea aceptada. En El final de la infancia, Clarke pinta a los extraterrestres como seres con muy buenas intenciones, pero con apariencia física demoníaca; quienes les resisten, son un grupo de fanáticos religiosos. En la serie de Cita con Rama, los extraterrestres, si bien no son hostiles ni agresivos, cumplen sus objetivos sin importarles la opinión de los humanos.

Llegados a este punto, cabe preguntarse si acaso estos extraterrestres de Arthur Clarke, en alguna manera no remedan al Dios en el cual el autor no creía. Es decir, un Dios que es un Ser Supremo y Todopoderoso, que tiene buena voluntad para con los seres humanos, pero al que no le gusta nada que esa buena voluntad reciba como respuesta de parte de los hombres un portazo en la cara. Que Clarke transmite su ateísmo en sus obras, no cabe duda. Por ejemplo, sobre El final de la infancia podemos leer el siguiente comentario: “Arthur C. Clarke deja bien claro en esta novela que su bandera es el ateísmo. Señala con dedo acusador a la religión, la más común superstición del ser humano, como principal obstáculo para el avance de la especie, a la vez que propone a la ciencia como tabla salvadora de la humanidad, la cual no es más que un anónimo grano de arena sujeto a la irrevocabilidad de los grandes acontecimientos”(4). Sin embargo, los extraterrestres de este autor de ciencia ficción, siempre más poderosos, y más avanzados científica y tecnológicamente, tienen actitudes curiosamente similares a las del Dios de la Biblia. Por ejemplo, en el salmo 32:8 y 9 se lee: “Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos. No sean como el caballo, o como el mulo, sin entendimiento, que han de ser sujetados con cabestro y con freno, porque si no, no se acercan a ti”; este mismo pasaje en la traducción DHH suena de la siguiente manera: “El Señor dice: Mis ojos están puestos en ti. Yo te daré instrucciones, te daré consejos, te enseñaré el camino que debes seguir. No seas como el mulo o el caballo, que no pueden entender y hay que detener su brío con el freno y con la rienda, pues de otra manera no se acercan a ti”. En otras palabras, Dios le dice al ser humano que puede enseñarle el buen camino por donde debe andar; y a continuación le pide que no actúe como un animal irracional, que debe ser sujetado con riendas. Con esto, parece decir indirectamente que está dispuesto a colocarle esas riendas al ser humano, con tal de hacerle andar por el camino recto.

Esto podría recordarnos la conducta de los extraterrestres de 2001, quienes efectivamente fuerzan a los primitivos monos, para imponerles el desarrollo de la inteligencia. En una escena que no aparece en la película, pero sí en la novela, cuando el emblemático monolito negro aparece en la Tierra primitiva, uno de los monos de la tribu cae bajo su influjo, quedándose una gran cantidad de horas ante el mismo, en una especie de éxtasis; supuestamente, el proceso de estimulación de su mente se está llevando a cabo. Pero el mono cae muerto, retenido más allá de su capacidad de resistencia, y el monolito debe replantearse su estrategia, antes de volver a intentarlo con el siguiente simio. Claramente, estos seres superiores llegados de las estrellas no son infalibles; cometen errores, y en algunos casos, como el recién relatado, no pueden remediarlos. En esto se diferencian claramente de lo que la Biblia afirma acerca de Dios. ¿Quiso Arthur Clarke mostrar dioses inexactos, capaces de equivocarse, y por lo tanto más cercanos a la experiencia humana, y más creíbles? Y, por otro lado, ¿creía realmente Clarke que la ciencia es la “tabla salvadora de la humanidad”? ¿O pensaba que necesitamos una ayuda llegada desde fuera –o de arriba– aunque no proveniente de ese Dios predicado por la religión tradicional, Dios en el cual no creía? Llamativamente, en su novela el autor cuenta –como narrador omnipotente– los comienzos de esta raza extraterrestre, que había visitado la Tierra tres millones de años antes de nuestra era; su origen como entidades biológicas, tan frágiles como los seres humanos, surgidas del caldo orgánico de algún mundo lejano, al igual que las teorías evolucionistas plantean el origen de la vida en la Tierra; su evolución hasta convertirse en una civilización avanzada, capaz de viajar entre las estrellas; su transformación en seres robóticos, con sus conciencias residiendo en cuerpos mecánicos, más resistentes y duraderos que los cuerpos biológicos; y, finalmente, su estado más avanzado, como entes de energía pura, ya no sujetos a la enfermedad, el envejecimiento y la muerte, sino eternos. Como dioses.

Arthur Clarke dice algo enigmático en los comienzos de su novela; esto tampoco se menciona en la película. Quizás como relleno, pero más probablemente para introducir algún mensaje oculto en la historia –que se debe develar– o para trasmitir una posición filosófica personal. Él escribe que los seres humanos, en el proceso de la evolución de su inteligencia, habrían de poblar “no del todo inexactamente” el cielo de dioses. En otras palabras, que los seres humanos no se habían equivocado del todo, al ubicar seres divinos en los cielos, o en el espacio cósmico. Para un ateo como él, cualquier dios y todos los dioses en los cuales los seres humanos han creído a lo largo de la historia, son una creación del propio ser humano, fruto de su debilidad, de su superstición, de su temor e incapacidad para enfrentarse, solos, a un universo enorme y desconocido. Los dioses de 2001 son esos extraterrestres, que nos dan un empujón para evolucionar hacia el desarrollo de la inteligencia, cuando no éramos más que monos salvajes.

Extraterrestres que, para cuando la humanidad recién ha logrado establecer sus primeros asentamientos en la Luna, ya son eternos y poderosos como dioses, y vuelan como fantasmas por el espacio interestelar. Estos dioses galácticos, incluso, han hecho en otros mundos el mismo “experimento” practicado en la Tierra con los humanos; y luego de largos períodos de tiempo vuelven a visitar esos mundos, decidiendo “desapasionadamente” la suerte y el destino de esas otras razas, más primitivas. Pero estos dioses, que evolucionaron como tales a partir de una primitiva forma de vida biológica, hacen algo con el astronauta David Bowman, el único superviviente de la nave que había llegado a Júpiter en la película –Saturno en la novela– para investigar el monolito. Luego de que el monolito absorbe a Bowman en su pequeña cápsula espacial, y lo lanza en un viaje psicodélico a través de la galaxia, el astronauta aparece en una habitación de hotel, réplica exacta de un hotel de la Tierra; allí sufre una metamorfosis, en la que envejece a pasos acelerados, para luego convertirse en un feto gigantesco, envuelto en su saco amniótico, que flota en órbita de la Tierra. Ese es el final incomprensible de la película, pero que se entiende perfectamente al leer la novela: Bowman ha sido transformado en un ser de energía pura; ahora, él también es un dios galáctico. De yapa, algo que tampoco sale en la película, pero sí en la novela: este nuevo dios recién llegado a las inmediaciones de nuestro planeta, ve que los satélites cargados de misiles nucleares de los Estados Unidos y la Unión Soviética fueron activados, señal de que las dos superpotencias se lanzan a la guerra final –recordar que esta obra vio la luz en los años sesenta del siglo 20– y decide intervenir. Destruye todos los misiles, y de esta manera salva el mundo.

Y ahora, el mensaje es claro. No dioses eternos e inmutables, inalcanzables para los seres humanos, siempre inferiores y obligados a adorarlos y temerlos. En vez de eso, dioses que han surgido de formas primigenias de vida, y que evolucionaron hasta volverse poderosos y eternos; algo, que también un simple ser humano –representado en el astronauta Bowman– puede lograr. En definitiva, un mensaje humanista y ateo; una religión centrada en el hombre, centrada en la ausencia de límites para lo que puede lograr el ser humano, sin ayuda de divinidades de ningún tipo. Y una respuesta a la religión; en lugar del Dios hecho hombre, el hombre hecho un dios, salvando el mundo. Un golpe en la cara al cristianismo.

Este universo de ficción, recordando una cita ya hecha, se instaló “de un modo impresionante en la cultura popular”(3); es decir, se metió en la cabeza de muchísimos aficionados y fanáticos de la ciencia ficción en general, y de esta película en particular, y permeó el pensamiento colectivo con sus postulados. En este universo de ficción, el concepto de Dios como Creador de todas las cosas se convierte en el subproducto de la mente humana –una mente aún primitiva y en evolución– y todo el esquema cristiano desaparece frente a la abrumadora realidad que el autor nos presenta de un cosmos inconmensurable, gobernado por inteligencias frías y extrañas. Porque esas inteligencias galácticas superiores tienen ese como su defecto principal; al decir de Clarke, actúan “desapasionadamente”, es decir, sin pasión, sin emoción alguna, tal vez inhábiles para experimentar afectos, incapaces de sentir amor. Esto se refleja en la película, al decir de un crítico cinematográfico que ya citamos: “el hombre de esta película no siente amor ni pasiones…por eso, en la medida en que la película va avanzando en el tiempo, los humanos que se muestran son cada vez menos receptivos al afecto y están más mimetizados no sólo con las máquinas que manejan, sino también con la propia indiferencia del espacio que los rodea”3; en este universo “el lenguaje está prácticamente ausente, no hay un sentido de disfrutar la comida, ni compasión por el dolor ajeno, ni miedo a la muerte”(3).

La indiferencia, la frialdad y la falta de amor caracterizan esta visión poética del desarrollo del hombre, y su camino evolutivo hacia la divinidad propia y personal. La religión centrada en el hombre es fría, extraña, indiferente a la necesidad y el dolor del otro, y sobre todo desprovista de amor. Cuesta imaginarse que alguien prefiera creer en el hombre que algún día pueda llegar a convertirse en dios, antes que creer que Dios una vez entró en la historia de la humanidad, hecho hombre; sobre todo, si pensamos que Dios se hizo hombre, movido por amor. La Biblia dice: “Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16; DHH). Ese es el mensaje que el mundo debe conocer, que debemos hacer conocer, que necesitamos que se instale otra vez en la cultura popular; hay alguien en el cielo que nos ama, y que por amor vino a nosotros, y nos invita a cada uno a conocerle, a creer, a entregar toda nuestra vida en sus manos, como respuesta de amor a su invitación de amor.

Y los cristianos, recordemos que nuestra fe, nuestra espiritualidad y nuestra práctica cotidiana de vida cristiana, debe estar impregnada de amor. Si estamos desprovistos de amor, como ya vimos, mostraremos nuestra fe puesta en otra cosa, en una divinidad indiferente y extraña, pero no en el Cristo de amor y perdón que enseña la Biblia. Que lo tengamos presente.

1) https://www.youtube.com/watch?v=UUV-w20sLQQ
2) https://www.youtube.com/watch?v=1-Zkdiu2rPM
3) https://www.infobae.com/america/cultura-america/2018/04/24/50-anos-de-2001-odisea-en-el-espacio-el-film-que-jamas-se-podria-realizar-hoy/
4) (www.bibliopolis.org/resenas/rese0016.htm)

Escuche aquí «El ciclo ficticio – Parte 1».

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Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 h por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario.

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