Solaris, el encuentro con lo incomprensible – 2

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El ciclo ficticio, última parte.

Por: Dr. Álvaro Pandiani*

Al comentar la adaptación de la novela Solaris al cine, en la entrega anterior, mencionamos un remake hecho en Estados Unidos en el año 2002. Esta nueva versión de Solaris fue protagonizada por George Clooney, en el papel del psicólogo Chris Kelvin, quien llega a la estación espacial para intentar clarificar los anormales sucesos que estaban teniendo lugar a bordo de la misma. En esta versión, también, la estación científica está en órbita del planeta, y no dentro de la atmósfera del mismo, como en la novela. Esta Solaris es más breve que la anterior –novena y nueve minutos, frente a las casi tres horas de la versión soviética– pero es igualmente lenta; diálogos y silencios se suceden a un ritmo pausado, sin escenas de acción ni suspenso extremo, excepto al final, cuando la estación espacial se precipita hacia el planeta. Y al igual que la versión soviética, esta Solaris es vista como un drama psicológico; al decir de la crítica, es “un viaje trascendental”(1), pero también “un viaje interno al subconsciente”, “una exploración de la mente”(1). El propio director de la película, Steven Soderbergh, dice respecto a su remake: “En mi película me ocupo del significado de los recuerdos. Normalmente estos influyen en el presente, sin embargo, en este caso han tomado forma concreta y se han vuelto presente por cuenta propia. Para decirlo con mayor exactitud, se han convertido en un ser humano y ahora la pregunta es ¿son los recuerdos lo mismo que una persona? ¿Qué significa en realidad ser una persona?”(2). entonces, según el director de la película, el enfoque de la historia, en su adaptación, rebasaría lo psicológico, transitando por los caminos de lo filosófico y lo existencial. Como ya comentamos en la entrega anterior, los sucesos extraños a bordo de la estación espacial, que el psicólogo es enviado a investigar, consisten en la aparición de personas que fueron parte importante de la vida y los afectos de los miembros de la tripulación. Entonces, según el director de la Solaris de 2002, estas personas son los recuerdos de los tripulantes materializados, convertidos en seres humanos físicamente tangibles, lo que impone –o se pretende que impone– la interrogante acerca de la verdadera naturaleza de un ser humano.

El componente de ciencia ficción se considera mínimo en la Solaris de Tarkovski, la de 1972; en la de Soderbergh está presente en el entorno tecnológico futurista de la estación espacial. Sin embargo, y esto es lo interesante, el componente de fantasía científica más notable es, justamente, el encuentro con una forma de vida extraterrestre sumamente extraña; una forma de vida que es, precisamente, la responsable de la materialización de los recuerdos de los protagonistas en personas, personas que piensan, sienten y se expresan, que sufren y se hacen preguntas, y que también aman. Esta forma de vida extraterrestre, el océano viviente de Solaris, es tan rara que los seres humanos llevan más de cien años estudiándola, sin lograr comprenderla. Es, por lo tanto, el encuentro final con algo incomprensible. Volviendo a la Solaris del 2002, el crítico nos dice que durante la historia que se cuenta, no queda claro cuál es la verdadera naturaleza del planeta(1). Luego, deja volar su imaginación, y trata de interpretar lo que se ve –las apariciones de seres humanos que no es posible que estén ahí, y el propósito del océano viviente al crearlas– como extraterrestres que procuran comunicarse con los seres humanos por medio de una apariencia conocida, o como seres creados por el propio inconsciente de los seres humanos, mediante un poder conferido por el océano, o hasta como un concentrador de almas: “la luz blanca que los moribundos ven, y donde encuentran a sus seres queridos”(1). Este crítico agrega algo más, que resulta muy sugerente: “esta última posibilidad… significaría que la expedición se ha encontrado con el límite entre lo humano y lo divino”(1).

No tenemos que olvidar que el cine, como la literatura, es un arte, y como tal, expresa el contenido del alma humana. Es sumamente interesante ver al crítico intentando una interpretación de lo que se ve en la película y, como uno de los críticos cinematográficos citados en la entrega anterior, atreviéndose a llegar a la mención de lo divino. Ese límite entre lo humano y lo divino, que la filosofía ha procurado estudiar, es un límite que la religión intenta cruzar, y que la revelación contenida en la Biblia nos dice que fue traspasado en sentido inverso –de lo divino a lo humano– cuando Dios vino a nosotros, en la persona de Jesucristo. En definitiva, como se dijo en la entrega anterior, el aspecto espiritual de este encuentro del ser humano con lo incomprensible nos lleva, como derivación teológica última, al hombre enfrentado a la Divinidad. Y terminamos esa primera entrega proponiendo dirigir los ojos a la Biblia, ya que la misma reclama ser la Palabra de Dios, donde ese Dios infinito e incognoscible se revela a la humanidad.

Me resulta seductor comenzar esta mirada a la Biblia con una expresión del apóstol Juan, contenida en su evangelio (1:18): “A Dios nadie le vio jamás” (“Nadie ha visto jamás a Dios”, DHH); esta es una afirmación que pondría contento a más de un ateo, y lo dejaría sorprendido al saber que surge de la misma Biblia. Lo curioso es que lo escrito por Juan parece contradecirse con varios pasajes del Antiguo Testamento que afirman lo contrario; por ejemplo: Éxodo 24:9, 10: “Subieron Moisés y Aarón, Nadab y Abiú, y setenta de los ancianos de Israel; y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno”; Deuteronomio 34:10: “Nunca más se levantó profeta en Israel como Moisés, a quien haya conocido Jehová cara a cara”; Isaías 6:1: “En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo”; Ezequiel 1:26, 27: “Sobre la expansión que había sobre sus cabezas se veía la figura de un trono que parecía de piedra de zafiro; y sobre la figura del trono había una semejanza que parecía de hombre sentado sobre él. Y vi apariencia como de bronce refulgente, como apariencia de fuego dentro de ella en derredor, desde el aspecto de sus lomos para arriba; y desde sus lomos para abajo, vi que parecía como fuego, y que tenía resplandor alrededor”. Estos son algunos de los párrafos del Antiguo Testamento en que se afirma que algunos seres humanos vieron al Creador, a ese Dios eterno, cuya naturaleza escapa a la comprensión del hombre. ¿Por qué Juan, un judío medio que seguramente conocía las Sagradas Escrituras de su pueblo, afirmó que en realidad nadie había visto a Dios? Porque, además, todas las anteriores afirmaciones del Antiguo Testamento en apariencia contradicen otra aseveración, también del Antiguo Testamento; aquella dicha por Dios a Moisés: “No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá” (Éxodo 33:20; DHH: “No podrás ver mi rostro, porque ningún hombre podrá verme y seguir viviendo”). El apóstol Juan parece seguir esta línea: nadie ha visto a Dios, porque Dios no se muestra; y Dios no se muestra porque la visión de la imagen divina sería demasiado para el ser humano. Aquí cabe recordar lo que la Biblia relata sobre las manifestaciones de la presencia de Dios en el monte Sinaí –estruendo, relámpagos, fuego, humareda, oscuridad (Éxodo 20:18, Hebreos 12:18)– todo lo cual provocó la reacción de terror del pueblo israelita, acampado cerca de la montaña, pueblo cuyos líderes le dijeron a Moisés: “Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos” (Éxodo 20:19). Si Juan afirma que nadie ha visto a Dios, y a Moisés se le dijo que no le era físicamente posible al ser humano ver la Divinidad y continuar viviendo, ¿qué fue lo que vio el propio Moisés, y Aarón y sus hijos, y los ancianos de Israel, y también Isaías, y Ezequiel?

Uno de los profetas mencionados antes, Ezequiel, relata una visión de seres celestiales sumamente raros, exóticos y hasta atemorizantes: los querubines. La descripción es por momentos enrevesada, y cuesta imaginarlos en base al detalle del relato. Uno de los pasajes donde Ezequiel describe el sonido de las alas de estos seres es buen ejemplo de la dificultad de comprender –y luego trasmitir– la visión de una realidad por completo ajena a la experiencia humana, y por lo tanto incomprensible: “Oí el sonido de sus alas cuando andaban, como sonido de muchas aguas, como la voz del Omnipotente, como ruido de muchedumbre, como el ruido de un ejército” (1:24). El profeta utiliza cuatro comparaciones para intentar comunicar a sus oyentes –y lectores– la impresión que le causó escuchar el sonido que producían esos seres ultraterrenos; incluso, una de las comparaciones también es ultraterrena, ya que ¿quién, en aquel momento, había escuchado la voz de Dios?; las personas sólo podían imaginarse cómo sería oír esa voz. Uno podría tomar esta abundancia de comparaciones como un arrebato poético, un derroche retórico del escritor que procura divulgar su visión. Pero también se puede tomar como el intento del profeta por contar a sus oyentes algo insólito e incomprensible, algo que sabe que a su público le va a costar entender, e incluso, no van a creer. La rareza extrema de la visión de los querubines, o de la visión de los serafines o “seres de fuego” que rodean el trono de Dios, según Isaías 6:2, nos da la pauta de algo que ya decíamos en la entrega anterior: Dios no es uno más de nosotros que está en el cielo, tomando el té y mirando la tierra de cuando en cuando. Cuando hablamos de buscar a Dios, hablamos de tener contacto con un Ser eterno, infinito y todopoderoso; atributos que, si los pensamos bien, nos resultan totalmente incomprensibles. Por eso muchos procuran ir por la vía más simple: negar la existencia de ese Dios. Afortunadamente, en este contacto tan desventajoso, hay algo a nuestro favor: ese Dios eterno, infinito, todopoderoso e incomprensible nos ama; Él nos ama.

La aparente contradicción presentada, entre lo afirmado por el apóstol Juan y los registros del Antiguo Testamento, se resuelve recurriendo a un concepto teológico bíblico: la teofanía. La teofanía es una “aparición o manifestación visible de Dios, en particular en el Antiguo Testamento”(3). La teofanía es una manera de ver a Dios; o una manera en que Dios se hace visible a los seres humanos, generalmente como un simple ser humano, en eras anteriores al nacimiento de Jesucristo. Si conjugamos las visiones antropomórficas de Dios en el Antiguo Testamento, incluso las más majestuosamente ultraterrenas –como la de Ezequiel– con la afirmación de Juan, la conclusión es que ese Dios eterno y todopoderoso sólo mostró un aspecto de sí mismo; aquello que los seres humanos podían resistir. La visión culminante de la verdadera naturaleza de la Divinidad está velada a los ojos humanos, por lo menos de este lado del umbral de la muerte. Esto debería ser suficiente para despertar el adecuado temor reverencial ante Dios.

Pero, por otro lado, hay una afirmación acerca de las capacidades cognitivas de ese Ser que llamamos genéricamente Dios; una afirmación dicha en forma muy simple – tal vez por ser más adecuada para el hombre antiguo– que debería ayudarnos a dimensionar mejor la clase de Entidad con la cual estamos tratando. En Isaías 40:28 se lee: “Su entendimiento no hay quien lo alcance” (DHH: “Su inteligencia es infinita”). Pero es que esto parece escrito a propósito –con dos mil setecientos años de antelación– para aquellos que hoy en día se entusiasman con la posibilidad de la existencia de extraterrestres más avanzados que nosotros. Según la Biblia, Dios no está simplemente más avanzado científica y tecnológicamente que nosotros; ese Ser, esa Entidad suprema, infinita, eterna y todopoderosa, tiene un poder intelectual infinitamente superior al humano. En el libro de Job se habla en forma poética del poder de Dios; en el monólogo en el cual Dios increpa a Job por algunos dichos arrogantes, se expresa así: “¿Dónde estabas cuando yo afirmé la tierra? ¡Dímelo, si de veras sabes tanto! ¿Sabes quién decidió cuánto habría de medir, y quién fue el arquitecto que la hizo?” (38:4, 5); otro pasaje similar, pero de más vasto alcance, dice: “¿Eres tú quien mantiene juntas a las Pléyades y separadas las estrellas de Orión? ¿Eres tú quien saca a su hora al lucero de la mañana? ¿Eres tú quien guía a las estrellas de la Osa Mayor y de la Osa Menor? ¿Conoces tú las leyes que gobiernan el cielo? ¿Eres tú quien aplica esas leyes en la tierra?” (38:31-33). La inconmensurable grandeza de Dios en estos párrafos de la Biblia es épica; y no es menos real porque esté expresada en términos poéticos, y no científicos. Después de todo, la Biblia es la Palabra de Dios para el ser humano; es Palabra divina para el alma humana. Y el alma humana, que necesita de Dios, de su poder y su amor, también necesita de cuando en cuando algo de poesía. Quienes pretenden alimentar su alma sólo con ciencia, se mueren de hambre espiritual.

Regresando a la expresión del apóstol Juan, escrita en su evangelio (1:18), vamos ahora a citarla completa: “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer”; la expresión “que está en el seno del Padre” se traduce en la DHH como “que vive en íntima comunión con el Padre”. Por supuesto, como cualquiera puede imaginarse, cuando la Biblia habla del Hijo unigénito –Hijo único– de Dios, habla de Jesucristo. La epístola a los Hebreos comienza de la siguiente manera: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo” (1:1, 2). Este párrafo del Nuevo Testamento es muy interesante, porque la expresión “por quien… hizo el universo” puede interpretarse que el universo –el vasto e inconmensurable universo que habitamos– fue hecho por causa de Jesús, o por medio de Jesús. El Nuevo Testamento dice cosas notables acerca de Jesucristo, que nos dan un vislumbre de la naturaleza real de aquel que anduvo entre los seres humanos, vestido de túnica y calzado con sandalias. El apóstol Pablo hace una afirmación sorprendente; dice que Jesús “es la imagen del Dios invisible” (Colosenses 1:15). El propio Jesús de Nazaret, aun en los días de su humanidad entre los hombres, afirmó: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). La forma culminante del Dios eterno, infinito e incognoscible, de manifestarse a nosotros fue Jesucristo. Todo lo que Dios es, está en Jesús, como lo afirma el apóstol Pablo en Colosenses 2:9, donde se lee: “En él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad”. La Divinidad incomprensible, inabarcable para la mente humana, la Divinidad ultraterrena y por completo fuera del alcance de la inteligencia del hombre, cruzó ese límite entre lo divino y lo humano, y se acercó a hombres y mujeres, en Jesucristo.

Cuando el ser humano se enfrenta a la Divinidad, queda abismado y perplejo; sus opciones son no creer, o perderse en una inmensidad más allá de toda comprensión humana. Pero cuando miramos a Jesús, vemos que esa inmensidad infinita del Creador se encarnó, voluntariamente y por amor, en un hombre; un hombre que vino a hablarnos del Padre celestial en términos sencillos, que pudiéramos entender. Y, sobre todo, se preocupó de que el corazón humano comprendiera lo principal de ese Dios eterno: su amor.

Miremos a Jesús.

1) http://www.portalarlequin.com.ar/solaris-2002/
2) http://www.encadenados.org/rdc/rashomon/102-no-73-steven-soderbergh/2816-solaris-solaris-2002
3) MacArthur J, Mayhue R. Glosario básico. En Teología Sistemática. Editorial Portavoz, Grand Rapids, MI, USA. 2017. Pág. 956.

Escuche aquí «El ciclo ficticio – Parte 1».

Escuche aquí «El ciclo ficticio – Parte 2».

Escuche aquí «El ciclo ficticio – Parte 3».

Escuche aquí «El ciclo ficticio – Parte 4».

Escuche aquí «El ciclo ficticio – Parte 5».

Escuche aquí «El ciclo ficticio – Parte 6».

Escuche aquí «El ciclo ficticio – Parte 7».

* Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista, profesor universitario y ejerce el pastorado en el Centro Evangelístico de la calle Juan Jacobo Rosseau 4171 entre Villagrán y Enrique Clay, barrio de la Unión en Montevideo.

4 Comments

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  4. FERNANDO dice:

    Excelente

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